La mamá de Hitler –una mujer golpeada– y la mundial costumbre de matar
En la cola de un cajero Banelco de la ciudad de Buenos Aires hace tiempo vi una mujer con un ojo semicerrado, morado; el barbijo no alcanzaba a disimular el hematoma. Unos cuarenta años tendría la mujer…
por Rodolfo Braceli
Su mirada, entre avergonzada y triste, explicaba todo; nos decía que no, que lo de su ojo no fue un “accidente doméstico”. Pregunta: Para nuestras conciencias, ¿estamos, realmente, promediando la tercera década del siglo 21? ¿O será que estamos, años más años menos, en la edad de Piedra?
Según afirma la inmensa mayoría, estamos respirando el final del año 2024 después de Cristo. Muchas cosas han cambiado, o están cambiando, pero persiste todavía la aceptación del “Bue’, a cualquier hombre se le puede ir la mano”. Esa mano que “se le puede ir” desemboca tantas veces en noticias que son tragedias. Estamos hablando sobre un asunto que todo el tiempo licuamos con la indiferencia activa. Pero…
Hace algunas semanas, el 25 de noviembre, se conmemoró el Día Internacional contra la Violencia hacia las Mujeres. Ese día tiene su tremenda razón de ser. ¿Cuál es esa razón? Las cifras nos dicen que en el mundo cada diez minutos una mujer es asesinada, 134 por día. Casi 49 mil por año. Y más: 736 millones de mujeres han sido víctimas de violencia física y/o sexual al menos una vez en sus vidas.
La violencia continúa; lo que pasa es que en estos tiempos se visibiliza lo que hasta no hace mucho se ocultaba bajo el manto de “la costumbre”. Estos años ha surgido el clamor de los pañuelos verdes. Tiene su razón de ser el Día Internacional Contra la Violencia hacia las Mujeres. Consideremos que la internacionalidad comprende a países del primer mundo y del tercer mundo. Las mujeres padecen violencia en África, en Rusia, en los Estados Unidos, en las más cercanas España e Italia. Y aquí, en esta patria. Digamos que violencia es una costumbre mundial. Pero las cifras nos anestesian la sensibilidad.
Mientras tanto, la carnicería de mujeres sigue, a diario.
Estamos en pulseada. La costumbre del odio y la asesinación de mujeres está respaldada por el sórdido “por algo será”. Sigue punzando, además, una fuerte carga de discriminación social: creemos (o queremos creer), que eso de “la mujer golpeada” es cosa de las clases marginales. Cosa de “negros villeros”.
Pregunta urgente: las clases marginales, ¿eligen ser clases marginales?
Este rasgo de la violencia asociándola los pobres, es una mentira hipócrita. Es una forma de racismo. Porque la violencia contra las mujeres se da, cuantiosa, en todos los niveles. En todos. Por ejemplo: apenas se investiga se advierte que mujeres golpeadas no sólo hay entre los boxeadores y futbolistas, también, y en sorprendente cantidad, entre los rugby. Pasa en las villas y, damas y caballeros, pasa en los higiénicos barrios cerrados. La diferencia está en que, en ciertos niveles de bienestar, se disimula mejor. Pero ojo al piojo: la hipocresía no debe considerarse un rasgo de “civilización” evolucionada.
Cada tanto asoman campañas contra la violencia familiar. Tratando de sumar alguna reflexión es que recupero algunos momentos de mi libro “Madre argentina hay una sola” (Sudamericana, 1999). Una entrevistada lo expresó, escuchémosla ubicándonos en la fecha, desde sus palabras pasaron cerca de treinta años:
– “Fui una Mujer Maltratada. Experimenté en carne propia lo que, a la sazón, no sabía que era compartido por millones de mujeres. Fui una doble víctima del silencio y la marginalidad causados por el desconocimiento social y los prejuicios. Supe de la vergüenza y de la impotencia: ¿cómo podía pasarme eso mientras mis abuelos cumplían 62 años de matrimonio? ¡Yo, psicóloga, profesora, investigadora científica, tenía un marido que me trataba como a una basura”!
Ella lo escribe: “Supe lo que es estar en una comisaría luchando contra el descrédito. Y lo que es estar en audiencias judiciales entre un montón de hombres: desde el juez para abajo. Supe de testigos que no se comprometían y de tratamientos psicológicos inútiles, pasé de la colección de medicamentos a las interpretaciones de mi masoquismo. Me convirtieron en una bola de ping-pong que rebotaba, asimilando como mío el fracaso de los profesionales… Sentí ganas de morirme y las superé por mis hijos, tan chiquitos, que quedarían en manos de ese joven profesional, profesor universitario y gerente de grandes empresas, junto al cual se destruyeron mi salud y entusiasmo de vivir… El mismo que me humillaba delante de mis hijos, que amenazaba con tirarme por el balcón años antes de que los balcones ocuparan las planas policiales…”
Ella sigue: “Padecí violencia física durante los tres embarazos y luego de la separación… Pesadilla sin fin… Quise cumplir con el ideal cultural de la época: casamiento, hijos, profesión. Ser tan brillante preparando un guiso como discutiendo la filosofía de Hegel. Creía (me convencí) de que eran sólo míos los errores. Salí a flote sola –“destructora de la familia”– dejando jirones. No sabía que mi enemigo era un sistema de creencias, una educación dañina en la que me había criado tanto yo como mi marido… Y, como suele sucederles a las Mujeres Maltratadas, también soporté ser desvalorizada y manipulada en mi trabajo.”
La mujer que por escrito, en un libro, puso sus ovarios sobre la mesa se llama Graciela Ferreira, nació en la Capital Federal en 1948; licenciada en psicología, en 1980 ingresó en el Conicet y a partir de 1985 desarrolló el proyecto “Mujer golpeada”. Es autora de libros como “Hombres violentos, mujeres maltratadas”. Aprendió en facultades y aprendió en alma y carne propias. Graciela Ferreira no se quedó anidando su condición de víctima, analizó esos comportamientos vejadores, violadores, que se encuentran entramados, naturalizados por la “costumbre” cotidiana. Costumbre realimentada por el silencio y por los miedos y, además, por “el qué dirán” y por el “por algo será”.
Recorrió mucho camino y aprendió que “más de la mitad de la población mundial tiene que protegerse del poder masculino, pero los varones han de salvarse de sí mismos y de esta cultura que nos lleva al holocausto material y espiritual”. Afirma que “las mujeres no tienen que aspirar a reproducir los errores masculinos, sino a difundir la flexibilidad afectiva y el cuidado por la vida. Yo no estoy en contra de los hombres, sino a favor de una existencia y una educación que no sean fuentes de violencia, discriminación e injusticias. Lo que importa es esclarecer el conflicto entre el hombre y la mujer, no para que desaparezca sino para que se vuelva productivo y enriquecedor para ambos”.
Le pregunté hace casi 30 años a Graciela Ferreira:
–Violencia y maltrato, ¿son una enfermedad?
–Problema multicausal: tiene que ver con lo histórico, con lo jurídico, con la educación. No es una enfermedad, ni algo de carácter genético. Históricamente, las mujeres, los niños y las niñas, fueron consideradas inferiores, sin derechos. En el Derecho Romano el hombre tenía decisión de vida o muerte sobre su mujer y sus hijos.
–En 1985, cuando usted, desde su pesadilla, se puso a investigar, ¿qué observaba a su alrededor?
–Entonces sólo teníamos la experiencia y la conciencia de saber que estábamos frente a una epidemia, desconocida para el público y para los funcionarios. Había que empezar desde cero a crear conciencia. Por ejemplo: ser varón o nena y ser abusado sexualmente por su padre es algo que pasa con espantosa frecuencia. Y pasa con padres que suelen ser profesionales, universitarios respetables, insospechables.
–Sin embargo se insiste en que la violencia familiar se concentra en las clases bajas, en el “pobrerío”.
–Para nada: este no es un tema de locos, borrachos y villeros. Está en todos los niveles sociales y culturales. Todo el tiempo se empuja hacia la simplificación tramposa… Hay estadísticas que marcan un leve porcentaje mayor de maltratadores en las Fuerzas Armadas y de Seguridad. Se hizo un estudio sobre violencia infantil y se llegó a la conclusión de que la mayoría de los dictadores, de los tiranos, han sido niños maltratados y abusados. Hitler era castigado a latigazos y su madre era una mujer golpeada.
Posdata. La mamá de Hitler. Justamente la mamá del señor Hitler, una mujer golpeada. Hitler creció a latigazos. Vaya, una educación muy rigurosa. Pobrecita mujer. Pobrecita humanidad. Que en estos años atravesados por una pandemia la violencia de género sea ¡por fin! una cuestión de Estado suena lógico, es cívicamente saludable. Y es imprescindible. Porque estamos en momentos de aguda pulseada. El odio galopa, descontrolado, y se corporiza en esas bolsas negras simbólicas que están superando, largamente, a aquel ataúd que un tal Herminio Iglesias prendió fuego ante una multitud de mucho más de un millón de personas. Sucedía entonces el año 1983, aquí estaba asomando la democracia. Sucede ahora, todavía, el año 2024, la costumbre de matar mujeres persiste con la anuencia de la indiferencia activa. A la indiferencia activa sumémosle un gobierno que se canta en los derechos adquiridos y que se canta en las pautas de la evolución. En fin, un gobierno de cantores, que vive, campante, cantándose en las mujeres y en la vida misma.
((Este texto se publicó inicialmente en el diario Jornada de Mendoza, versión online)).
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