Adicto
Abre los ojos, pero no ve nada. La habitación está en penumbras. Intenta retomar el sueño, pero es en vano: un sonido rítmico y monocorde le acapara la atención. Es la canilla del lavatorio del baño que otra vez quedó mal cerrada. Las gotas se suceden a intervalos regulares: plap, plap, plap. “¿Qué hora es?”, se pregunta. Entonces tantea la mesita de luz y enciende el celular. Las 3 y 10. Aún faltan más de tres horas para que suene el despertador ¿Despertador? Ya no lo usa desde hace años, era un regalo de su padre que hoy está arrumbado en el cajón de los recuerdos. El aparatito que –una vez más- atenaza entre sus dedos, será el encargado de indicarle cuándo llegue la hora de arrancar el día.
Aunque jamás se levantó a cerrar la canilla del baño, el sonido de las gotas ya no lo perturba, ni siquiera lo escucha. Ahora sus sentidos se enfocan en las historias de Instagram, como si la imagen de un desconocido intentando saltar un charco fuese más importante que abocarse a un sueño necesario y reparador.
Su mujer suspira y gira bruscamente en la cama hasta darle la espalda. La luz de la pantalla es un mazazo para su sueño liviano, y él lo sabe. Entonces lo apaga e instintivamente lo oculta bajo las sábanas, como un chico que esconde sus vergüenzas. Cierra los ojos y trata de dormir, pero recuerda que olvidó dejar preparada la ropa que se pondrá para ir a la oficina. “¿Lloverá o sólo estará húmedo y pegajoso?”. Sabe que la respuesta a esa y a tantas otras preguntas está al alcance de su mano, a un par de roces de la yema de su dedo índice contra la pantalla del celular. Pero esta vez se resiste a la tentación de volver a desbloquear el aparato.
¿Cuántas veces lo hace por día? ¿Cuántas veces tipea esa clave de cuatro dígitos sobre el vidrio templado? ¿Cincuenta, cien, quinientas, mil? Quién sabe… O peor aún ¿Cuánto tiempo de su vida ocupa diariamente en observar, en abstraerse por completo para abocarse a la pantalla del celular? Como si el resto del mundo no existiera, como si la vida fuera apenas algo que simplemente ocurre mientras él dedica su tiempo -único e irrepetible- a los ¿placeres? que le depara la virtualidad.
O dicho de otra forma ¿En qué ocupaba su tiempo cuando el mundo analógico, el del abrazo, el del café compartido, el del libro de papel, era el único mundo posible? Recién entonces cae en la cuenta de que los casi quinientos contactos de whatsapp y los más de mil ¿amigos? que cosecha en las redes sociales, le están haciendo falta en la vida real. Recuerda los asados compartidos, las salidas de pesca, los partidos de pádel y de fútbol, los paseos en familia, las siestas al sol y hasta los infaltables llamados telefónicos de cumpleaños -por teléfono fijo, claro- que hoy se reemplazan con un escueto mensaje de texto edulcorado con emojis.
Sabe que le resulta más simple comunicarse con la inteligencia artificial que con su entrañable compañero de banco del secundario, con el que tantas veces se prometió encontrarse. “Comunicar para incomunicar”, piensa, sabiéndose rehén de ese mundo virtual del que hoy le resulta imposible salir, pero en el que se reconoce tan cómodo como una víctima del síndrome de Estocolmo. Su cabeza no para. “¿Qué pasaría si las hormigas ya no se comunicaran a través de las antenas, o si el canto de las ballenas no fuera la forma de interrelacionar a esos mastodontes marinos?”. Y la respuesta le surge como una obviedad: “cambiaría la especie. El mundo sería otro…”.
Su mirada, absorta en el cielorraso, parece haberse acostumbrado a la oscuridad. Incluso puede distinguir algunas líneas de claridad que ya comienzan a filtrarse por la persiana.
Pero de pronto una chicharra aguda lo saca de sus pensamientos y lo devuelve al mundo real. Es el despertador del celular. Entonces lo recupera de entre las sábanas, lo apaga, se despereza, y recuerda que hoy vence la boleta de gas que llegó sin subsidio y con aumento. “Tal vez sea hora de probar suerte con las apuestas virtuales”, se dice, y vuelve a desbloquear la pantalla para descargar la aplicación.
Lic. Ricardo Daniel Nicolini