Vivir con el miedo a cuestas
La tasa de criminalidad crece a la par del deterioro de las condiciones sociales y el clima de inseguridad se apodera de la ciudadanía.
Por la Lic. Graciela Godoy de Sadorín
Mientras que la inseguridad y el miedo rigen las vidas de los ciudadanos, los gobernantes se debaten en análisis estadísticos y éticos, los jueces discuten sentencias y facilitan el regreso a las calles de los delincuentes, y las leyes, sin ser duras ni permisivas, no se aplican. Las fuerzas de seguridad, por su parte, dirimen vocación y convicción con un déficit en la preparación y vulnerabilidad en la autoridad. Y mientras tanto, la situación de miles de familias empeora económica y socialmente provocando, en algunos casos, el delito como única salida para lograr la subsistencia. Las cárceles no cumplen con una de sus funciones básicas, la reeducación, sino que, por el contrario, generan mayores desequilibrios. En una palabra, el sistema de seguridad nacional está quebrado.
Cuando cada noche el regreso a casa está teñido por el miedo, significa que la inseguridad desembarcó en el territorio de lo cotidiano, y que el hogar (emblema del refugio) no constituye un ámbito seguro contra la amenaza potencial que se esconde en la penumbra.
Cuando tomar un taxi reclama haber aprendido a reconocer la peligrosidad de determinados conductores, y cuando taxistas se convierten en víctimas de pasajeros que no sólo los asaltan, sino que los matan, la inseguridad se pasea por las calles de Buenos Aires.
Cuando caminar por la vereda impone la desconfianza hacia quien se acerca y obliga a apresurar el paso; si una moto se acerca al cordón, sabiendo que se prepara el arrebato de la cartera, entonces la inseguridad hizo nido a la luz del día.
Cuando ir a un restaurante alterna con el impensado número vivo de dos o tres sujetos armados que se apropian de los bienes de los comensales y disparan a quemarropa sobre el cajero, la inseguridad alimenta el sentimiento de estar expuestos en cualquier parte.
La inseguridad es una vivencia personal: alguien la siente porque responde a sus miedos internos o porque en el mundo exterior algo lo amenaza y no sabe cómo hacerle frente. Pero cuando ésta adquiere identidad propia y se habla de ella como quien se refiere a la libertad, sobrepasa la vivencia personal para alcanzar un nivel social vinculado con la calidad de vida. Esa calidad se describe como “inseguridad social” y, en un país que no está en guerra, funciona como si los habitantes de la ciudad escucharan permanentemente el sonido de una alarma que anuncia un bombardeo. La diferencia en favor de quienes se defienden durante la guerra es que la alarma advierte la aparición del ataque y que existen lugares donde guarecerse. Pero con ellos se comparte el clima de anticipación: “algo me puede pasar” sin saber qué, ni de dónde provendrá ni si se saldrá ileso.
Es preciso modificar las reglas de la convivencia porque los hechos nos obligan a resolver situaciones en las que fuimos víctimas, o acompañamos a quienes lo fueron. Y también tenemos que anticipar acciones futuras, semejantes a las acaecidas o producto de nuevos inventos delictivos.
Poder delimitar claramente responsabilidades es una tarea sumamente difícil, ya que es muy delgada la línea de separación entre accionares y pensamientos. Lo cierto es que el sistema tiene demasiados puntos flojos, que tendrían que ser apuntalados por los responsables, lejos de banderías políticas y partidarias, en post de defender un conjunto mayor denominado país.
El clima de inseguridad que sufre hoy la ciudadanía tiene dos fuentes principales: el crecimiento de la tasa de criminalidad y el deterioro de las condiciones sociales. El primer término remite a las fuerzas de seguridad, a las leyes y los jueces encargados de hacerlas cumplir, y a los funcionarios encargados de crearlas.
En tanto que los jueces están en su mayoría cubiertos por un manto de demora y permisividad que permite que, detenidos sin condena, agraciados por métodos burocráticos, recuperen su libertad antes de que se dicte sentencia.
Pero la causa más firme y palpable es la social. Quizás, a su vez la consecuencia de todas las medidas a aplicar. Claro que esas medidas pueden influir sobre los causantes de la inseguridad, pero no sobre sus causas. Endurecen la ley para los delincuentes, pero no tratan sobre las razones del crecimiento de la delincuencia, que en general van de la mano de la pobreza.
Por esta razón hay que trabajar sobre la prevención social del delito: acceso a fuentes de trabajo, reducción de los índices de pobreza, tratamiento de la drogadicción, reconstrucción de redes sociales, mayor inversión en educación, y cárceles que inserten al individuo nuevamente en la sociedad.
(*) La Lic. Godoy de Sadorin es profesional del CONICET, Química (UBA) y
Máster Comunicación, Científica, Médica y Ambiental (Univ. UPFARMA Barcelona).