Rincón de letras
Una vez más le damos lugar a esta sección, dedicada a dar rienda suelta a la creatividad literaria de nuestros lectores. En esta oportunidad incluimos un relato que, apoyado en los inolvidables recuerdos del autor, recrea la figura de un verdadero símbolo de la educación linierense. Elaborado por Vernal Freitas, las líneas de “El maestro Conde” pintan el paisaje barrial de mediados del siglo XX, donde las enseñanzas del mítico docente se impregnaban a fuego en el corazón de sus alumnos.
De esta forma, aquellos lectores que deseen remitir sus escritos literarios a esta redacción –en formato de cuento, relato o poesía- para ser publicados en este espacio, podrán hacerlo vía mail a cdebarrio@hotmail.com o de manera postal a Rivadavia 10718 7º Piso Dpto. 34 (1408) Ciudad de Bs. As. El único requisito es que la historia transcurra en algún punto de nuestra entrañable geografía barrial.
El maestro Conde
Había pasado carnaval. Las conversaciones entre los chicos de la barra apuntaban al ya próximo comienzo del año lectivo 1948. Para mí, asistir a clase en el barrio era una experiencia nueva. Mi madre consiguió anotarnos en la Escuela 25, de la calle Tellier.
Los pibes que ya habían terminado la primaria nos alentaban en las divagaciones que manejábamos sobre qué maestro nos tocaría en cuarto grado: “ustedes tienen a Conde… es un fenómeno, dice ‘carajo’ si no le entienden…”. Tanto para mí, como para Hugo y Omar, mis nuevos amigos después de la mudanza, que un maestro dijera una “mala palabra” resultaba novedoso y a la vez divertido.
Por fin comenzaron las clases.
Como un recuerdo cultural y pintoresco, durante los mediodías, camino a la escuela, podíamos escuchar casi ininterrumpidamente la novela que emitía Radio del Pueblo: “Fachenzo el maldito” que escapaba por las ventanas familiares.
El maestro Conde era un hombre de mediana estatura. Su blanco guardapolvo se coronaba con un rostro de época, adornado por sus gafas redondas, que me recordaban el retrato de Aníbal Ponce que vi en un libro de mi padre. Serio y firme en su tarea, nos llevó de la mano durante todo el año.
Nos alentó en el arte de la oratoria, probando voces de todo el curso y decantando, no sólo por la sonoridad sino también por la expresión, a quienes serían los encargados de representar al grado en las fiestas patrias. Por sus consejos aprendí a respetar tonos y silencios en la oratoria. A darle sentido a los versos que debíamos decir.
Promediando el año nos informó que se haría cargo de organizar el Teatro de Títeres de la escuela, y si alguno de nosotros tenía una obrita, que la llevara. Levanté la mano y le dije “señor, mi tío es titiritero”. El maestro me pidió que le solicitara una de sus obras.
A la mañana siguiente viajaba en el tren rumbo a Once, a ver a mi tío Otto. Cuando le expliqué el motivo de mi visita se alegró mucho y me dijo “te voy a escribir la obrita de ‘Pichón, Un castillo Misterioso’, porque es más fácil. Y tomando unas hojas de almacén, las cortó y me escribió la obrita sentado en la puerta de la cocina.
El maestro “pulió un poco” la obrita y una semana después, en el Salón de Música, comenzamos el aprendizaje de manejo, con unos títeres que nos facilitó mi tío. Los tres elegidos fueron Hugo Franco, Ricardo López Conde y Toscano. Yo era el que tenía más experiencia, por el hecho de haber crecido entre titiriteros. Entre los cuatro preparamos la presentación.
El Consejo Escolar proveyó el retablo, al que dimos el nombre de “Risolandia”. Dos veces en la semana, la segunda hora se dedicaba a ensayar.
Ya sobre septiembre hubo un paréntesis en los ensayos. Se acercaba el Día del Maestro y la celebración requería la participación del grado. El maestro tomó del libro de lectura una poesía dedicada a Sarmiento. Con el mismo procedimiento hizo estudiar los versos y eligió a los declamadores. Un par de días después, éramos su sobrino y yo.
Ese día, como es costumbre, los alumnos llevan regalos a sus docentes, mi padre era ilustrador en una editorial, por lo cual yo llevé al maestro un libro. Cosa inusual y revolucionaria para algunos. Sucede que mi familia era de puertas abiertas y desde que llegamos al barrio los chicos vecinos jugaban en el terreno que estaba en la parte delantera de la casa. Como ocurre con todos los chicos cuando mis hermanos o yo entrábamos a las habitaciones, los amigos venían detrás y veían los libros. Los podían tocar, mirar y llevar si les interesaban. Esto no era común y lo comentaban a sus familias, por lo que, impulsados por terceros, durante el recreo varios chicos –suelen ser muy crueles en patota- me empujaban, se burlaban y me decían: “le trajiste un libro comunista al maestro”.
En la hora siguiente fue el último ensayo del verso. Allí el maestro dispuso que Ricardo fuese el encargado de representar al grado, y lo hizo muy bien. Éramos amigos. Con los años comprendí, que la sabiduría del maestro evitó males mayores, sacándome del medio.
Así llegó fin de año, en cuya fiesta fue presentado el Teatro de Títeres, con éxito.
Al año siguiente, los titiriteros siguieron con otro maestro, el señor Conde ya no estaba en la escuela. Aunque la enseñanza de títeres estaba incorporada a la currícula de estudios de las escuelas primarias, dejó de ser; fue como si se desalentara a los chicos en sus inquietudes.
Al maestro Conde no lo volví a ver.
Pasaron siete años. En 1956 el tramo de la calle Cosquín entre Patrón y Boquerón se había asfaltado, y en la manzana conformada por ésta, Peribebuy, Carhué y Boquerón aún estaba el potrero, propiedad de Bencich, histórico propietario de conventillos en Buenos Aires.
La Unión Vecinal Liniers Sud (Sociedad de Fomento) usufructuaba el lugar que usaba como cancha de fútbol, realizando campeonatos que agrupaban equipos de distintos barrios. Los sábados a la tarde y domingos, los vecinos concurrían masivamente a ver los partidos. Durante la huelga de jugadores de 1948, allí jugaron los equipos de primera, San Lorenzo, Independiente, entre otros. El lugar era muy conocido.
La vereda de noroeste de Cosquín, frente al terreno, mostraba un buzón rojo de los que aún existían. Sobre las 11 de la mañana de un domingo de verano, durante el entretiempo de un encuentro de fútbol, un joven se encaramó sobre el buzón y parado sobre éste convocó a los vecinos a escuchar a un orador. Mientras lo hacía, vio un automóvil que lentamente se desplazaba por Cosquín, en dirección a Rivadavia. Pasó delante de él y se detuvo una vereda y media más adelante. El joven cedió su improvisado palco a otro joven y luego de invitar a los vecinos a asambleas de esquina se retiraron.
Pasaron varios años. Uno de aquellos jóvenes trabajaba en Villa Lugano y tomaba el colectivo 20 (hoy 80) en la calle Tellier (hoy L. de la Torre). Una tarde subió al pequeño vehículo, repleto como siempre y tras sacar boleto encaró la odisea de ir al fondo. A poco de avanzar entre la gente se encontró con un señor mayor que lo saludó por su nombre. Con alegría y a voz en cuello le dijo “te he visto, arengando a la masa ¡Yo sabía que me ibas a salir bueno!”. Era mi maestro de 4° Grado, el señor Conde. Me dijo que estaba jubilado, pero que daba clases “ad honorem” en un colegio de sordomudos. Se bajó en la parada de la calle Pizarro. No volví a verlo.
Vivía en las Mil Casitas, no recuerdo si en el pasaje La Huerta o El Carpintero. Para mí, fue siempre un recuerdo necesario.
Vernal Freitas