Rincón de letras
Una vez más le damos lugar a esta sección, dedicada a dar rienda suelta a la creatividad literaria de nuestros lectores. En esta oportunidad incluimos un cuento que, con algún tinte autobiográfico, recrea una apasionada historia enmarcada en el barrio de Liniers. Elaborado por el vecino Rodolfo González, las líneas de “La esclava de los caprichos” ponen el foco en las ilusiones de un joven que va pintando la geografía barrial al compás de una relación sentimental que lo cambiará para siempre.
De esta forma, aquellos lectores que deseen remitir sus escritos literarios a esta redacción –en formato de cuento o poesía- para ser publicados en este espacio, podrán hacerlo vía mail a cdebarrio@hotmail.com o de manera postal a Rivadavia 10718 7º Piso Dpto. 34 (1408) Ciudad de Bs. As. El único requisito es que la historia transcurra en algún punto de nuestra entrañable geografía barrial.
La esclava de los caprichos
No me jacto de mi sabiduría ni me siento superior al resto de las personas por el hecho de haber conseguido vivir en paz. Cuando mis vecinos me observan caminando feliz por Murguiondo no se imaginan el costo de cada sonrisa. Algunos comparten esa felicidad, otros la admiran, y siempre hay algún envidioso, aunque no me afecta en lo más mínimo.
Mi familia no hace preguntas. Ellos me ven sonriendo y con eso les alcanza. Claro que hubo una noche misteriosa en la que mi esposa, Manuela, me preguntó cómo podía ser tan feliz siempre, y cuando le respondí que todo se debía a una mujer, echó una carcajada y me espetó sonriendo.
— Siempre haciendo bromas…
Pero esa es la verdad que nadie quiere saber. Ese fue el costo de mi felicidad. La llamo: la esclava de los caprichos.
Todo comenzó hace muchos años. Era un día de invierno y necesitaba algo de abrigo. Ella apareció para darme el calor que esperaba ansioso.
Cuando la vi bajando por la escalera de la estación de tren, mi corazón, inocente en cuestiones de amor, aceleró sus latidos para darme un aviso de precaución (de más está decir que no lo escuché).
La llevé a tomar un café –como se acostumbraba en mis épocas de juventud– y no dejaba de admirarla. Sus ojos negros, y el amarillento alrededor, me dijeron que no se encontraba bien de salud, y que, a pesar de ese inconveniente, llegó a nuestra cita. Supe valorar el gesto como un caballero. Tomé sus manos ásperas y observé debajo de la mesa si le faltaba un calzado, porque me parecía una cenicienta hecha realidad.
En la puerta del José Amalfitani hablamos de cosas de enamorados sin que pudiera dejar de ver sus ojos. Y cuando no pude aguantarme más a que se equivocara conjugando verbos, le robé un beso. Luego la subí a mi moto y la llevé a sellar nuestro amor. Las luces rojas y azules del hotel de la calle Gana fueron testigos del atardecer y del amanecer de nuestro idilio.
Muy suavemente, con mucho cariño, con besos de los más dulces e inocentes que pude probar. Ese fue el principio. Una danza al ritmo de la flor, así lo recuerdo.
Luego vino la vida en pareja, compartir sudores, lágrimas y sufrimientos. Ella tenía todo eso, y si no lo tenía, lo conseguía en pocos segundos. Necesitaba a alguien que le mostrara que lo que ella hacía era lo opuesto a vivir, y yo necesitaba a alguien a quien pudiera darle todo lo que me sobraba. Me pareció un trato justo y le di mi vida.
Sí, sacrifiqué todo lo que tenía para estar a su lado: trabajo, familia, salud. Y todas aquellas almas femeninas que calentaban mi lecho habitualmente desde hacía algunos años, se vieron privadas de las delicias de los intercambios de fluidos a causa de un monogámico corazón enamorado.
Entonces dejó ver sus miserias. Para cada problema suyo, siempre le ofrecía alguna solución. Luego invertimos los roles, y fue ella la que encontraba problemas para cada solución y excusas para cada motivo.
Yo presumía del amor que le profesaba y ella, de cómo engañaba al hombre que la cuidaba. No era una vida digna.
Le propuse la separación, pero ella insistía en que estaba enamorada (increíblemente) de mí. Decidí darle la oportunidad que nunca me habían dado a mí. Por algún tiempo se calmó y empezó a dividir su vida. Aunque sus prioridades siguieron siendo las mismas, y el lugar que me tocaba, no era el que correspondía.
Comenzó a buscar excusas para no ser feliz, y arrastrarme a su infelicidad. Cada día encontraba una distinta para no sonreír, y si ella no lo hacía… no podía hacerlo yo.
No me frustraba verla infeliz, a cada momento que viví a su lado hice todo lo que estuvo a mi alcance para que fuéramos felices como en los cuentos de hadas. Fue ella la que puso sus frustraciones por encima de su felicidad y de la nuestra. Y aunque nos gustaba dormir en el mismo lado de la cama, no aguanté más.
Un día de verano, con todo el dolor del mundo, empaqué los geles íntimos con sabor a chocolate amargo, lencería erótica y demás instrumentos amatorios, y me marché.
Volví a la casa de la calle Patrón, caminé por las mismas veredas de mi infancia hasta que la encontré.
Ella fue la novia de las flores y la plaza Sarmiento, la que le dio la chispa a mi corazón, encendió la llama y la transformó en hoguera: mi primera novia.
Retomé la relación que había dejado hacía treinta años como si no hubiese trascurrido el tiempo.
Desde que nos conocimos, ella siempre encuentra lo mejor de mí. Trabajo algunas horas sin las ambiciones que solía tener por aquellos años.
Quise reflexionar un momento y mirar hacia adentro. Ese es el secreto de mi felicidad. El hecho de no haber escuchado aquella advertencia el día de la escalera del tren y perder mi corazón, mis sueños y mis ilusiones. Vivir sin esperar, aceptar lo que llega, valorar lo que pudo ser, y soñar con lo que fue.
La felicidad me llegó cuando acepté que perdí mi inocencia y reconocí que lo mejor que me pudo pasar fue lo que mi barrio me dio: el Nacional 13, la complicidad de la plaza, las veredas de la calle Tonelero, el amor más puro, y el trabajo artesanal que sale de cada uno de mis libros y que tan feliz hace a mi familia.
Mientras la esclava de los caprichos sigue sufriendo haber nacido en La Matanza, yo disfruto haber nacido en la que hoy es la plaza Salaberry.
Rodolfo González