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Perdón, Armenia, perdón

 

 

 

 

 

Hace 106 años el 24 de abril era sábado. Allí empezaba el genocidio de los armenios perpetrado en la era del Imperio Otomano. La atroz matanza, extendida por ocho años, devoró mucho más de un millón de vidas. 

 

 

 

Por Rodolfo Braceli

 

                  

Hace 106 años el 24 de abril era sábado. Allí empezaba el genocidio de los armenios perpetrado en la era del Imperio Otomano. La atroz matanza, extendida por ocho años, devoró mucho más de un millón de vidas. 

   

Aquel genocidio continúa en tanto la negación del estado Turco persiste. 

 

 

   

Fue la primera gestación masiva de muertes del siglo pasado. Es necesario, mejor dicho, es imprescindible, hacer memoria. La palabra “memoria” no tiene buena prensa, produce rechazo y crispación. Eventuales lectores y lectoras (de esos que simpatizan con la moda Bolsonaro) en este minuto estarán diciendo: “¿Qué diablos nos tiene que interesar a los argentinos una matanza lejana en la geografía y en el tiempo?” Damas y caballeros, nos debiera interesar, y profundamente, porque cada uno de esos miles y miles de armenios muertos eran humanos. Habían nacido para vivir como yo, como tú, como él, como nosotros… 

   

Nosotros ¿sabemos? de genocidio. Lo padecimos. Pregunta: ¿qué porción de nuestra sociedad aprendió algo? El caso es que lo que vivimos y morimos en carne y sangre propias a partir de 1976, con el prólogo de la Triple A de López Rega en 1975, algo esencial nos debiera enseñar. En la medida que se lo traspapela y se licúa en el olvido el de los armenios y todos los genocidios se convierten en crímenes actuales, crímenes que no deben ser borrados ni por la abulia del olvido, ni por la obscenidad de la desmemoria. 

   

Demorémonos en el concepto, aunque nos incomode. Se trata de crímenes incesantes que se renuevan cada día porque, mientras que por un lado se quiere hacer borrón y cuenta nueva (a veces invocando la hipócrita reconciliación), por otro lado, los consumadores de esos crímenes enarbolan una especie de alevoso regodeo. Transcurridos 106 años, el gobierno turco niega y reniega airadamente de tal genocidio. Es costumbre de los genocidas no sólo negar sino, encima, justificar sus masacres en nombre de la patria y de la bendita “seguridad nacional”. Niegan y además se autoelegian: convierten a la impunidad de lesa humanidad en una heroica gesta patria.

   

Sucedió con el señor Hitler, y sucede más acá con ese hacedor de guerras preventivas, el hijo de Bush, y sucede con Videla y Massera y Bussi, y sucede, aquí, en este mapa, con los que llegaron al colmo de robar criaturas por cientos.

    

Fue precisamente la horrorosa matanza de armenios lo que llevó al jurista Rafael Lenkin a inventar la palabra “genocidio”. Esto en 1930. Y fue la reiterada negación de los gobiernos turcos lo que llevó a los armenios a inventar la palabra “negacionismo”. El negacionismo impide, de cuajo, toda forma de revisión y de reconciliación. El negacionismo lo afirma, lo prolonga, lo vuelve incesante al crimen de cientos, de miles, de cientos de miles de seres humanos. El negacionismo continúa negando, y sigue desenvainando su furia con alarde matón. (A propósito de negacionismo últimamente en la Argentina se hace eso, negar. Se está negando, con fines electorales, una pandemia ecuménica).

    

Las enormes palabras suelen eclipsar los significados. La palabra genocidio, diciendo tanto, termina diciendo nada. Olvidamos, porque nos hacen olvidar o porque preferimos olvidar; es más cómodo. Pero tengamos presentes que ciertos olvidos son una forma de muy efectiva complicidad. Y no caigamos en la confusión de que la memoria sirve sólo para avivar el odio. La memoria en todo caso alumbra. Como sociedad, es la manera de no tropezar y tropezar y tropezar con la misma funesta piedra.

   

El genocidio armenio (equivalente a varias Hiroshimas) es horroroso porque sucedió y porque sigue sin tener la debida “prensa”. Por décadas ha sido traspapelado, y minimizado. Y en este ninguneo subyace una especie de crimen complementario del masivo crimen.

   

El arzobispo armenio Kissag Mouradian hace años me contó de un personaje, el padre Gomidas. Nacido en 1869, huérfano de muy niño, Gomidas fue aceptado en un monasterio porque cantaba con voz preciosa. Recorrió Europa recopilando canciones autóctonas. En 1915 estaba en la caravana de los primeros armenios que capturaron los turcos en Estambul. Entre el 24 y 25 de abril se ejecutó a toda la clase intelectual. Gomidas se salvó por casualidad. Cuando volvió a Estambul, enloqueció de golpe. Murió treinta años después en un manicomio de París. En sus ojos, en sus oídos estaban muy grabadas las imágenes y los gemidos de uno por uno, de aquellos que sumaron cientos y después sobrepasaron el atroz millón de muertes. Deportados, arrojados a la intemperie, muchos murieron de sed, de hambre. Entre los muchos, se consumieron ancianos, mujeres, adolescentes, niños… 

   

Hagamos un esfuerzo de conciencia: Cada vez que pronunciamos las cuatro sílabas de la palabra “genocidio”, recordemos que adentro de las cifras había seres humanos que, torturados y desangrados, y condenados a la sed y al hambre, de a uno, murieron en el relámpago existencial de meses, que sumaron ocho años. Murieron calcinados por la desesperación. Murieron dándose cuenta que se les escurría sus vidas y las vidas de sus seres queridos. Todo lo perdieron. La locura del padre Gomidas representa el dolor insoportable. Y pide memoria no para el rencor sino para semillar un futuro sin genocidas. Hagamos una pausa ahora para abrazar al curita Gomidas y para decir, desde lo hondo: Perdón, Armenia. Perdón por lo que te hicieron. Perdón por el olvido traspapelador que alimenta sin cesar a la impunidad.

  

 

El cuerpo sin vida del periodista Hrant Dink.

 

  

Hablando de hacer memoria, el 19 de enero de 2007 fue asesinado el periodista armenio y ciudadano turco Hrant Dink. Hoy, ¿quién se acuerda de Hrant? Por favor, memoria. Hrant Dink editaba un semanario bilingüe en Estambul. Sembraba palabras para hacer memoria del genocidio; militaba contra la impunidad. Pero los aniversarios de su muerte pasan inadvertidos; esa noticia, si es que aparece, se publica obscenamente chiquita. ¿Por qué semejante desmemoria? ¿Por qué mientras tanto se hace tanto alarde y tanto barullo con la “libertad de expresión” y, a la hora de usar la mentada libertad, se la usa para consolidar el olvido, para discriminar entre genocidios de primera y de cuarta? ¿No será que la mentada libertad de expresión sirve para avalar con olvido a los negacionistas?

    

Vuelvo sobre un interrogante, pero no me quedo empantanado en esa ciénaga. Reitero: ¿cuántos conocen a Hrant Dink? Voy por él. Veámoslo. En el enero de 2007 Hrant ya ha cumplido los 53 años de su edad. El hombre va a hacer una pausa en su jornada. Ahora apaga su computadora, se levanta de su silla, rejunta sus apuntes, recién ha terminado su próxima editorial. Así es: tiene esa edad, 53, todavía, por unos minutos más. Ama su oficio. Este periodista ahí va con su rostro de cejas gruesas, nariz aguileña, piel aceitunada. Apenas pisa la vereda, no sabe que está dando sus últimos pasos. Un revólver le mira la nuca. Un balazo. Dos balazos. En la cabeza, el sitio con el que se piensa. Se desploma el hombre. Un tercer balazo en el cuello, y otro más que elige el corazón, el sitio donde la sangre decide el pulso. Misión cumplida. La vida se le va a chorros, en segundos, a Dink. La vida, justamente; nada menos que la vida. Ya está muerto. Lo cubren con un papel blanco; ese papel ya no será usado para imprimir un diario de editoriales incómodas.

   

El cuerpo yace en la vereda, ya no tiene edad ni semblante ni pulso. ¿Por qué? Porque “por algo será. Este Hrant Dink en algo andaría…” En algo andaba, sí: y recibió cuatro balas por escribir en voz alta que más de un millón de armenios murieron –genocidio del estado turco otomano mediante–, entre 1915 y 1923. Muerto está Dink por no acatar la comodidad del silencio y por no ser cómplice de una de las más ninguneadas masacres de la historia de la humanidad. 

    

La noticia que pronto sería traspapelada, informaba: “Un reconocido ciudadano turco de origen armenio, Hrant Dink fue asesinado a balazos este 19 de enero en la puerta del periódico Agos, que él dirigía. Dink ya había sido condenado a prisión de seis meses en suspenso por transgredir el artículo 301 de la ley turca.”

    

La noticia explicaba: “Dink sufría amenazas por su posición frente al genocidio Armenio. Dink era director del Agos, la única publicación armenia de Turquía (6.000 ejemplares de tiraje). Afrontó procesos por declarar: ´No soy turco; soy armenio de Turquía´. El artículo 301 castiga con cárcel los insultos a la identidad nacional. Entre los intelectuales perseguidos por este delito también figura Orhan Pamuk, premio Nobel de Literatura de 2006. Pamuk declaró: “30.000 kurdos y un millón de armenios fueron asesinados y nadie se atreve a hablar de ello”. 

    

Hoy, en este pandémico 2021, tenemos el deber de ser reiterativos, porque el silencio y el ninguneo son formas criminalmente eficaces de la reiteración negacionista. El dulce Hitler arengaba a sus generales así: “Después de todo, ¿quién habla hoy del aniquilamiento de los armenios?” Hitler contaba con la desmemoria que todo lo borra. Por eso, debemos repetir hasta la extenuación, que el genocidio armenio se produjo cuando se produjo y se sigue produciendo durante su negación, estimulada por la indiferencia activa de tantos países. Indiferencia repugnante, nauseabunda.

    

Pregunta: realmente, ¿existe la opinión pública? Existe, si es que la despertamos. La opinión mundial no cuenta con misiles, pero puede semillar el aire con el repudio explícito. Basta ya de genocidios de primera y genocidios de cuarta. ¿Acaso vamos a darle la razón al finado Hitler? 

   

Tarde o temprano el estado turco deberá pronunciar las palabras que le dictó su Nobel, Pamuk. Mientras no lo haga, continuará la cruel hemorragia del genocidio.

   

Por ser valientemente reiterativo, a Dink le vaciaron la vida. El arma la empuñó un joven de 17 años. Pobrecito él. Nacionalismo, ¿cómo se escribe? Perdón, ante el horror se nos inventa una nueva palabra: naciobalismo. Ese joven anida la muy inculcada hiel de la negación y la desmemoria.

   

Posdata.  ¿Más le hubiera valido a Dink callarse la boca? Ahí está: no tiene más mirada en la mirada. Dink ya no es, pero la pulseada que él emprendió continúa, debe continuar. No podemos darnos el lujo del desaliento. Para que la muerte del periodista Dink no haya sido en vano los medios (des)comunicadores y los periodistas estelares deberán usar la “libertad de expresión” sin mirar a quien; es decir, sin discriminar. 

     

Pasaron 106 años desde que comenzó el genocidio sobre el pueblo armenio. No nos hagamos los distraídos. El periodista Dink sigue con la palabra viva. Un operario de su periódico cortó un trozo del papel de una bobina de diario. Con ese papel enseguida cubrió el cuerpo entero, tan matado, de Dink. Ese papel fue su sudario… No, no nos hagamos los distraídos. Escuchemos el sonoro ardiente silencio de Dink. Tiempo de izar y de sostener la memoria. Señoras y señores; la indiferencia es ¡complicidad! Tiempo de decir, con todas las letras:

 

Sufrida,

vejada,

ultrajada,

desollada, 

desangrada Armenia,

perdónanos

(Para que suceda el perdón, no alcanzarán los siglos de los siglos).

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*  zbraceli@gmail.com   ===    www.rodolfobraceli.ar

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(Esta columna se publicó originalmente en el diario JORNADA, de Mendoza. La presente es una versión ampliada)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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