Tijeras de sangre
Martín Caparrós suele decir que un cronista es una especie de cazador voraz, primitivo, cavernario, que en lugar de buscar una presa que le permita alimentarse y subsistir, recorre el mundo con su mirada atenta y vigilante escudriñando historias que merezcan ser contadas, para saciar su instinto profesional.
Tal vez por eso siempre me llamó la atención ese cartel pintado con letras de molde sobre la vidriera del local. O simplemente porque debajo de la palabra “peluquería” está mi apellido. Desde hace años, cada vez que paso por la galería Paris, en Rivadavia y Acoyte, amago con entrar para, con la excusa de cortarme el pelo, poder escarbar en alguna rama desconocida de mi árbol genealógico paterno y dar con una historia desconocida. Quién sabe…
Finalmente, ayer aproveché que no había nadie y entré. “Buenas, me vengo a cortar. Supongo que tendrás servicio especial para parientes ¿no?”, le disparé a modo de carta de presentación. Mi tocayo heráldico me miró extrañado y tardó un par de segundos en reaccionar, pero en seguida se le dibujó una sonrisa y respondió con otra pregunta “¿No me digas que vos también sos Nicolini?”.
Lo que siguió fue una especie de charla de familia entre parientes que se ven de vez en cuando. Me invitó a sentar, me colocó la capa y con el sonido de fondo de la tijera -y sin que yo lo preguntara- comenzó a desandar su historia familiar (¿o debería decir la nuestra?) como si la hubiese estado preparando para esa ocasión.
Me llamó la atención el nivel de detalle y la cantidad de datos que atesoraba de sus ancestros. Más aún cuando, en mi caso, jamás pude descifrar con precisión el lugar exacto de nacimiento de mi tatarabuelo italiano, ni siquiera el año en el que arribó al país, aunque supongo que habrá sido en los albores de la primera ola inmigratoria del siglo XIX.
Por el contrario, mi pariente (lejano, pero pariente al fin) era capaz de hablar de su abuelo como si lo tuviese al lado, aunque sólo lo hubiese visto en viejas fotos sepia o blanco y negro. “No alcancé a conocerlo, pero mi Viejo me habló mucho de él. Hasta te podría decir que le imaginé un tono de voz y todo…”, aseguró mientras me retocaba la patilla. Después se sonrió y agregó “cuando lo veía a Sofovich me acordaba de él, porque por lo que se veía en las fotos era bastante parecido”. Su abuelo había nacido en Roma, y a poco de instalarse en la Argentina se casó con una islandesa “rubia transparente”, me graficó.
Alguna vez san Google me ilustró diciendo que la rama original de mi apellido había surgido en Pompeya, a la vera del Vesubio y a escasa distancia de Nápoles. Como buen argento, aquel dato efímero e insignificante, de alguna forma me hizo sentir parte de la gesta maradoniana. Pero la rama de mi pariente estilista era de la capital italiana, de la Italia próspera y for export que nada tiene que ver con la del sur postergado y laborioso.
De cualquier forma, omití decirle que, así como su sangre tiene componentes nórdicos, la mía incluye -y en abundancia- notas de la madre patria. Sin ir más lejos, mis dos abuelos maternos eran españoles. Pero aquel comentario no hubiese aportado a la conversación, y tal vez hasta hubiese puesto en riesgo el tramo final de mi corte, que hasta entonces resultaba impoluto, considerando la escasez de cabello a trabajar. Claro que aquello también es una cuestión genealógica: mi abuelo se quedó pelado a los 20, y mi viejo y mi tío poco después de los 40. “Lo mío a esta altura ya es milagroso”, pensé, y recién entonces caí en la cuenta de lo que el destino le tendría preparado a mi hijo en materia capilar…
“Eso sí -me dijo de pronto, como si me estuviese leyendo el pensamiento- en mi familia no se nos cae el pelo ni de casualidad”.
Claro que también tenemos cosas en común. A mi pariente peluquero le gusta la lectura y caminar descalzo por el parque. Voy a volver. Tal vez en el próximo corte lo hago hincha de Vélez.
Lic. Ricardo Daniel Nicolini