Un tajo de asfalto en el corazón linierense
Toda la magia y el encanto del pasaje Particular, en una nota para coleccionar. Distinción y sosiego a centímetros de Rivadavia.
“Las calles de Buenos Aires ya son mi entraña. No las ávidas calles, incómodas de turba y ajetreo, sino las calles desganadas del barrio, casi invisibles de habituales, enternecidas de penumbra y de ocaso”. Así pintó Jorge Luis Borges, en 1923, su “Fervor de Buenos Aires”. Y como un calco materializado de aquellos versos, doce años más tarde, en la edición de 1935 de la emblemática Guía Peuser, el pasaje Particular hizo su aparición triunfal en el plano de la Ciudad de Buenos Aires.
La singular cortada se dibuja en Rivadavia al 11080, a metros de Lisandro de la Torre y a un costado de la sucursal del Banco Nación, en medio de una maraña de transeúntes que van y vienen, pero casi ninguno se detiene a observarla. Y aunque el catastro porteño y los vecinos lo identifiquen con el nombre de “pasaje Particular”, se trata de una arteria pública. Su estrecha geografía se extiende a lo largo de 80 metros, por apenas 5 de ancho. Es tan angosto que cuando un auto estaciona, no hay paso para otro, a menos que ambos ocupen las diminutas aceras laterales.
La mayoría de las catorce casas que lo integran -siete de cada lado- son de una sola planta y lucen como si para ellas las agujas del reloj se hubieran detenido. Su numeración va del 0 al 82 acompañando una sucesión de parches de asfalto -que intentan esconder el adoquinado original- hasta que un ancho macetero le da el toque final al cul-de-sac en el que termina el pasaje, junto a un ficus joven, el único árbol de la cuadra.
“Esta calle angosta sin salida irrumpe como un espacio extraño. Parece haber sobrevivido a los tiempos donde Liniers era parte del Partido de Flores, las reses pasaban guiadas por sus arrieros camino a los mataderos y bravos cuchilleros se batían en cualquier esquina”, postula el Dr. Pablo Bedrossian en su blog, donde le dedicó un capítulo a este singular pasaje. Y luego agrega “parece tener una atmósfera propia, una especie de isla dentro de Liniers, pero con aroma a barrio. El viejo pavimento y las veredas angostas sugieren que no nació planificadamente, pero no pude obtener datos de su origen”.
Y es cierto, el catastro municipal no ofrece precisiones sobre el momento exacto de su creación, ni mucho menos sobre la elección del nombre -tan vacío e impropio- que lo define. Sin embargo, entre los propietarios originales que aún hoy habitan el pasaje, hay alguien que es capaz de reconstruir parte del ADN de esos 80 metros que anidan en el corazón linierense.
“Yo nací en el pasaje y sigo viviendo acá. Mis viejos compraron la casa y se mudaron en 1959”, evoca con orgullo la contadora Alejandra Fernández, propietaria de la vivienda de mármol negro con el número 70 en la chapa. “Yo soy la menor de cuatro hermanos. Antes de que yo naciera, mi hermana Cristina, la que me sigue, tenía 9 meses cuando aprendió a caminar en ese pasaje”, agrega luego, y cuenta la forma en la que el destino los llevó a ese rincón escondido de Liniers. “Mi familia vivía en Lugano, pero un golpe de suerte la trajo acá. Mi papá y mi tío compraron un billete de lotería para Navidad y ganaron el primer premio. Con ese dinero se mudaron a esta casa”, explica. La fachada actual es la misma que tenía entonces.
Por aquellos años no circulaban autos en el pasaje y los chicos de la cuadra solazaban su infancia a lo largo de aquellos 80 metros, que los separaban del bullicio de Rivadavia. “Una sola vecina tenía teléfono -recuerda- entonces todos los de la cuadra le dábamos el número a nuestros familiares para que nos llamaran ahí”.
Actualmente son cinco las familias de aquella época que aún siguen viviendo en el pasaje. “Siempre fue muy tranquilo, nos conocíamos todos, siempre se le brindó una mano al que la necesitaba. Y esos vínculos aún perduran, aunque algunas de esas familias ya se hayan mudado”, cuenta Alejandra, que hasta hace algún tiempo se desempeñara como docente del Nacional 13. “Mi hermana sigue siendo amiga de la vecina que vivía frente a casa. Y a mí me pasa lo mismo con otra chica que ahora vive en las Mil Casitas, nos juntamos bastante seguido”.
Respecto a la fecha estimada de creación del pasaje, Alejandra aporta una precisión. “Mi casa se construyó en 1928, y supongo que el resto también debe ser de la misma época”.
Un castillo como faro
Como si indicara el acceso a un mundo mágico, el inicio del pasaje lo marca una casa con aires de castillo. Es, sin dudas, la más llamativa de la cuadra. Está ubicada en la esquina oeste y diseñada en dos plantas. Las altas paredes blancas que le siguen a la base de mármol, los ladrillos y celosías rojas y los arcos de medio punto de sus ventanas, la distinguen como una verdadera fortaleza medieval.
Fue la primera de las catorce casas en construirse, y tal como se indica en la fachada, el diseño fue obra de los arquitectos Nicolás Zapiola Acosta y José Froio, mientras que la construcción estuvo a cargo de Pedro Lupardo. La obra se realizó por encargo del propietario, el Dr. Miguel Echechiquía. El cirujano era hijo de un pionero del barrio que a finales del siglo XIX fuera el dueño de la famosa pulpería “La Blanqueada”, que durante años funcionó en la esquina de Rivadavia y José León Suárez (entonces Bariloche). Sin embargo, la singular vivienda nunca alojó a la numerosa familia del médico, sino al hijo de su casero.
El hombre luego se casó y vivió allí con su esposa durante varios años. Cuando fallecieron, a fines de los 60’, la casa la compró el matrimonio Muñoz -destacados martilleros de la zona- quienes se mudaron con sus hijos. “Ellos le construyeron una pileta en el jardín. Aún viven allí”, cuenta Alejandra.
De Liniers a la pantalla grande
Frente al castillo, en la esquina este del pasaje Particular y Rivadavia, funcionó una fonda que cerró en 1957. Poco después se levantó la sucursal del Banco Nación que ocupa el lugar desde entonces, aunque fue reformada varias veces.
Frente al pasaje, cruzando la avenida Rivadavia, vivió durante décadas con su familia, uno de los pioneros del barrio: Salvador Cánepa. El historiador local Gabriel Turone cuenta que “se instalaron allí en 1865, siete años antes de la creación de la estación Liniers, en una casa que hasta el 2004 se ubicó sobre la avenida Rivadavia 11065”. Ese año la histórica casa fue demolida, y hoy su lugar lo ocupa un insulso oulet de zapatillas deportivas…
Aunque el mítico pasaje linierense no llega al largo de una cuadra, guarda cientos de historias. Fue allí donde, en 1948, el cineasta Leopoldo Torre Nilsson filmó varias escenas de la película “Pelota de trapo”, protagonizada por Armando Bó.
En su blog, el Dr. Bedrossian revive una vieja leyenda que aún muchos vecinos históricos de la zona dan por cierta. “Una noche sin estrellas dos jóvenes se batieron a duelo en el pasaje Particular: el matarife Dalmacio Arenas y un compadrito apodado El Oreja. Ambos se disputaban una adolescente que vivía en la zona. Bajo la luz de un farol a querosén se trenzaron a chuchillo. La pelea fue corta. El matarife, diestro en el manejo de armas blancas, hundió la hoja en el vientre del compadrito que cayó sin emitir sonido. ‘Es mía’, se le oyó decir a vencedor que escapó a la carrera. Al Oreja lo encontraron muerto a la mañana siguiente con la ropa cubierta de sangre. Pero poco después fue descubierto el cadáver de Arenas”.
La leyenda cuenta que, tras la riña, el ganador fue a buscar a la quinceañera. Pero cuando intentó escaparse con ella, el desesperado padre de la chica que no empuñaba un acero sino un revólver, le disparó por la espalda. “Calló el llanto de su hija de un sopapo, tiró el cuerpo del infortunado en un baldío y horas después metió a su hija en un convento”. Años después, convertida en monja, la joven se dedicó a asistir a los necesitados en la parroquia de San Cayetano.
Lejos de aquellas historias que atesora el pasaje, hoy su realidad contrasta con la de aquellos años. Aunque parece estar ajeno al paso del tiempo, la realidad circundante se empecina en devolverlo al presente. “Ahora a veces se complica poder entrar y salir con los autos. Además, con la gran cantidad de edificios que se fueron construyendo en esta manzana, ya no tenemos ni el sol ni la privacidad que teníamos antes, quedamos encerrados, nos miran desde arriba. Y como si fuera poca cada dos por tres se nos corta la luz o tenemos poca presión de agua”, se lamenta Alejandra. Sin embargo, la idea de mudarse ni siquiera se le cruza por la cabeza. “Acá están mis raíces, acá está mi historia. Y eso no lo cambio por nada del mundo”.
Ricardo Daniel Nicolini
Néstor Subiat, el vecino ilustre
En la última casa de la vereda par vivió durante años Néstor Subiat, el recordado centrodelantero de Vélez, que coronara su dilatada carrera en el fútbol francés. “Néstor se casó con Ada, la hermana de Eve, mi vecina de enfrente. Después tuvieron dos hijos, casi de mi edad, Néstor y Miriam”, recuerda Alejandra. “Cuando el padre se fue a jugar a Francia -continúa- al poco tiempo vendieron la casa y viajó también su familia. Pero se fueron en barco, porque no tenían la plata para viajar en avión. Estuvieron un mes y pico en altamar”.
El hijo Néstor, ya radicado en Europa, también fue un destacado delantero. Jugó para diversos equipos de Francis y Suiza. Incluso integró la selección de Suiza en el Mundial de Estados Unidos, en 1994.