¡Que vivan los novios!
El recuerdo del Liniers de antaño, cuando el festejo de casamiento era una revolución en el barrio.
Por Daniel Aresse Tomadoni (*)
Días pasados, mirando fotos antiguas en familia, descubrí en el fondo de un cajón algunas imágenes de casamientos familiares. Allí estaban mis abuelos, muy jóvenes y sonrientes tomados del brazo, y en otra foto en blanco y negro aparecieron mis tíos formalizando su unión ante Dios. Incluso algunas imágenes estaban acompañadas por las participaciones a la iglesia y a la fiesta.
Pero de pronto, absorbida por aquellas fotos amarillentas, mi mente viajó sin previo aviso a los años de mi infancia en mi querido Liniers de antaño. En ese entonces, por cuestiones económicas, eran pocas las veces en las que las fiestas de casamiento se realizaban en los salones del barrio. Recuerdo que, en mi familia, salvo contadas excepciones, luego de la iglesia y las fotos de rigor -casi siempre tomadas en los parques de la avenida General Paz y sus inconfundibles casitas alpinas, o en la plaza Sarmiento- las fiestas se realizaban en las propias casas o en la de algún vecino, amigo o pariente, que tuviera una casona o, al menos, un patio espacioso, de esas que ya quedan pocas en el barrio. Caso contrario, el casamiento se reducía a una reunión familiar íntima en alguna de las casas de los novios.
La otra alternativa, sin embargo, era festejar el evento en algún club social o deportivo donde hubiera más espacio para bailar y colocar más mesas. Recuerdo una fiesta a la que asistí siendo niño en el club “Amanecer”, aquella entidad que funcionó durante más de tres décadas en José León Suárez entre Tuyutí y Palmar. Y si la fiesta venía con asado, los clubes que poseían parrillas eran el paraíso para aquellos amigos de los novios diestros en asar carnes y achuras, que se lucían ante los invitados y solían llevarse el merecido “aplauso para el asador”.
Claro que también recuerdo haber asistido a fiestas de parientes y amigos de la familia en los salones de fiestas del barrio, tales como la Residencia Nancy, en Rivadavia y Fonrouge; el Salón Marión, en Bynnon y Cuzco; o los salones de la Confitería Galeón, en Montiel entre Ibarrola y Ventura Bosch, que además poseía una florería al lado -propiedad de Bartolacci y Lamenza- para concretar algún presente de último momento.
Otros salones de aquel Liniers de antaño fueron Topaze, en Cuzco y Francisco de Viedma; Bom Haus, en Montiel entre Ibarrola y Ventura Bosch (arriba de la confitería homónima); y Novoa, de la confitería del mismo nombre ubicada en Montiel entre Jorge Chávez y Tonelero. En esos tiempos, las fiestas en los salones concentraban una gran cantidad de vecinos en la puerta, que esperaban ansiosos la llegada de los novios, al mejor estilo de un festival de cine, con alfombra roja y todo.
Una vez en el salón, después de los aplausos de recepción y el clásico vals vienés, comenzaba la fiesta. Claro que estos eventos fueron cambiando con el tiempo y las modas. En ese entonces duraban menos horas y no eran tan maratónicos como los de la actualidad, donde se come y se baila hasta el amanecer. Sin embargo, hay cosas que se mantienen inalterables, como aquel tío que terminaba pasado de copas, rodando por las escaleras, porque estos establecimientos casi siempre se ubicaban en los pisos superiores.
Todo era más sencillo, divertido y nadie se endeudaba por años para pagar fiestas fastuosas. Los viajes de boda, si se hacían -en auto o en micro- tenían como destino la Costa Atlántica o Córdoba, y los más pudientes llegaban hasta Uruguay o Bariloche.
Todavía sigo viendo en esas fotos, seguramente tomadas por las emblemáticas casas Name o Jacub, la sonrisa de los recién casados de mi familia y hasta me imagino al resto de los invitados diciendo “¡Vivan Los Novios!”.
Hasta la próxima y muchas gracias por permitirme compartir estos recuerdos con ustedes.
(*) Aresse Tomadoni es director general de “Relatos del viajero” y “Épocas del mundo” que se ofrecen a través de Youtube