Rincón de letras
El paisaje barrial como disparador de historias.
Una vez más le damos lugar a esta sección, dedicada a dar rienda suelta a la creatividad literaria de nuestros lectores. En esta oportunidad incluimos un cuento que, apoyado en el inconfundible paisaje linierense, recrea la compleja realidad de un vecino atormentado por la soledad. Elaborado por Rodolfo González, la historia de “Citalopram en letras” -cargada de imágenes y recursos retóricos- pintan a un personaje que se dispone a sortear los escollos que le plantea la indescifrable aventura de vivir.
De esta forma, aquellos lectores que deseen remitir sus escritos literarios a esta redacción –en formato de cuento, relato o poesía- para ser publicados en este espacio, podrán hacerlo vía mail a cdebarrio@hotmail.com o de manera postal a Rivadavia 10718 7º Piso Dpto. 34 (1408) Ciudad de Bs. As. El único requisito es que la historia transcurra en algún punto de nuestra entrañable geografía barrial.
Citalopram en letras
Por la mañana decidí seguir el rumbo que la brújula me indicaba. Mientras pasaba por esta arruga, la última rasurada, escuché el mensaje del contestador y comprendí que suspirando no encontraría soluciones. No me llegaba a prender el cinturón, pero me sentía ágil como un huracán en las olimpíadas.
Aun sabiendo que el día no había comenzado y ya se avecinaban nubarrones en lontananza, caminé sin el accesorio que me había prestado mi amigo Gustavo. Él no necesitaba protección, su melena juvenil lo hacía verse como un joven león, en cambio a mí me habían diagnosticado a tiempo y algunas sesiones enchufado a la manguerita del Santojanni fueron suficientes para acabar con la enfermedad y mi cabellera.
Cuando la tormenta fue amainando, volví a disfrutar del placar entero para mí y la cama se sentía como una playa de arena color azafrán. Su calidez me reconfortaba y hasta sentía una brisa húmeda acariciándome las pestañas cuando me acostaba, como en esas mañanas de otoño en las que cruzo Juan B. Justo para ir a comprar el gel multiuso.
Atrás había quedado la ola polar en la que se había convertido cuando, en la mesita del otro lado, alguien dejaba los comedores en un vaso de agua y se disponía a roncar con la única intención de que el sofá me cobijara como San Cayetano a los desamparados con dignidad.
Las lágrimas que al anochecer surcaban mis mejillas, reflejaban la luz del astro que jugaba con la marea. Pero no me preocupaba, era libre como un torbellino en el desierto, y con unos guantes de cuero crudo adquiridos en la esquina de Ibarrola y Montiel, había aprendido a jugar al volcán en erupción, eso me ayudaba a calmar la ansiedad.
Como esa tranquilidad que precede a la tormenta decidí dejar de recordar y patear por Estero Bellaco, para saludar a San Enrique disfrutando el llanto de San Pedro, sin preocuparme de lo que me esperaba cuando regresara de la condena absurda a la que estamos sometidos todos los hombres para solventar las finanzas de nuestra existencia.
Como una ráfaga de metal, el transporte siguió sin detenerse, y aunque rodara detrás de él hasta llegar a la oficina, no valía la pena ahorrar los cincuenta mangos, decidí correr detrás de un taxi y ahorrar al menos mil próceres devaluados.
Al intentar cruzar el puente que atraviesa las paralelas por donde el cometa metálico surca la llanura, la estructura dejó de soportar el peso de las almas que intentaban cubrirse del llanto divino, y como un alud intentamos en vano, sostener la dignidad de nuestra vestimenta.
Para no perder la compostura, y en vistas de que las agujas crueles habían corrido sin esperar que el sol arrasara con su intensidad el pavimento, me detuve en el puesto ambulante, y como una lluvia de meteoritos rellenos de dulce de leche, bebí el elixir embriagador colombiano para bajar cada una de esas exquisitas bolitas que se convierten en un vicio cada vez que aparecen reflejadas en la avellana que se observa cuando no traigo anteojos. Los últimos pasos por la calle Bynnon se me hicieron un poco más pesados, pero al fin me encontré a las puertas de la oficina.
Un cartel indicaba los horarios y la marquesina apagada me hizo caer, como un estrepitoso estruendo cargado en las entrañas del olimpo, que al octavo día descansó, y volví contento a casa para ver a los once hombrecitos que patean la circunferencia de cuero creando terremotos en los estadios de todo el universo, pero mis planes se vieron truncados como el día en que Ramsés persiguió a Moisés con sus secuaces. Debía enfrentar mis responsabilidades y aceptar que los guantes de cuero crudo le pertenecían.
No me quedó más remedio que entregar los últimos recuerdos que me quedaban de mi maremoto sublingual que había decidido crear un nuevo continente, dejando un mar de responsabilidad afectiva entre nosotros. El pandemonio se apoderó de su voz, y la neblina de sus palabras fueron una nevada de injurias. Le subí el volumen al cuadradito mágico y grité un “ole” por cada vez que el circulito absurdo era tocado por los jugadores de la “V” azulada, y ella se fue por última vez como si el apocalipsis hubiera terminado de arrasar la tierra.
Rodolfo González