Cooperativa de Editores de Medios de Buenos Aires
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Rincón de letras

El paisaje barrial como disparador de historias

Una vez más le damos lugar a esta sección, dedicada a dar rienda suelta a la creatividad literaria de nuestros lectores. En esta oportunidad incluimos un cuento que a pura ternura recrea una historia enmarcada en el Liniers de antaño. Elaborado por el vecino Vernal Freitas, las líneas de “Sueños de barrilete” -publicadas en su libro “Sueño y realidad”- ponen el foco en las ilusiones de un chico que recorre el barrio aferrado al piolín del barrilete que él mismo diseñó.

De esta forma, aquellos lectores que deseen remitir sus escritos literarios a esta redacción –en formato de cuento o poesía- para ser publicados en este espacio, podrán hacerlo vía mail a cdebarrio@hotmail.com o de manera postal a Rivadavia 10718 7º Piso Dpto. 34 (1408) Ciudad de Bs. As. El único requisito es que la historia transcurra en algún punto de nuestra entrañable geografía barrial.

Sueños de barrilete

El pequeño contempló su obra. Él cortó las cañas, ató el esqueleto y lo forró con papel de colores. También cortó los zumbadores y los flecos, finos como tallarines.

En el frente, de papel seda anaranjado, dos ojos negros semejaban un rostro. El barrilete era hermoso. No corría para remontarlo. Recoger y aflojar, recoger y aflojar. Ese era el secreto. Luego sucesivas combas. Ya se elevaba. Superaba casa, árboles, postes telefónicos. Subía rauda. Treinta, cuarenta metros. La casa más alta del barrio -la de tres pisos- ya había quedado abajo y seguía subiendo: cincuenta, setenta, noventa metros. Su figura se recortaba sobre el fondo celeste del cielo.

Parecía una enorme pitón, erguida sobre una cola de trapos que casi no se movía. Los zumbadores vibraban mientras sus flecos largos y finos, impulsados por la brisa primaveral, como una larga cabellera, embellecían su figura romboidal.

Lucía altivo al sol, oteando con sus ojos fijos el horizonte cercano. La mano del chico sostenía firme el hilo. Ya quedaba poco. El ovillo viboreaba en el suelo. Entonces, orgulloso, decidió que el barrilete saludara. Tomó el piolín con la mano izquierda, mientras la derecha se deslizaba unos 20 centímetros. Lo tomaba y recogía. La izquierda alcanzaba el tramo siguiente -como curan las comadres el empacho con la cinta- los movimientos del chico eran mecánicos. Se repitieron tres veces. Después una comba más; el cometa se elevaba… y antes de que cabeceara -por la posición horizontal alcanzada- el pibe soltó el trozo de piolín recogido.

El barrilete se alejó libre -se había aflojado la tensión- y al estirarse el hilo nuevamente, se produjo una inclinación en la parte superior, donde estaban los tiros ¡El barrilete saludaba!

En ese momento, una ráfaga produjo una mayor tensión sobre el frente; la hebra de algodón se tensó más y más, hasta que se cortó. Impávido, el pibe contempló el barrilete sin control que describía en el cielo una coreografía de baile. Comenzó una prolongada elipsis hacia un lado, y cuando la ley de gravedad le impidió seguir el balanceo, se inclinó y tomó un nuevo giro hacia otro lado. A medida que caía, el aire jugaba con su cola.

Los ojos negros y planos del barrilete dejaron de mirar el horizonte. Ahora miraban la estación del ferrocarril, los carros lecheros agrupados en el playón, los trabajadores descargando vagones, con tarros de leche, con cereal…

El viento cambió el ángulo. Al deslizarse se veían Las Mil Casitas, la plaza Sarmiento, el potrero de Boquerón, las quintas que lo flanqueaban…

El pibe corrió por la calle mirando hacia arriba. La cometa dio otro giro. Ahora eran casas bajas, una escuela, la fábrica de jabón, changarines cargando camiones, y más allá el hospital Santojanni con sus plazas. Al llegar a la vertical, alcanzaba a ver entre techos de chapa, la torre a medio hacer de iglesia San José, la canchita, otra vez la caída.

Por la avenida Emilio Castro pasó un colectivo en dirección a Provincia. Sobre el paragolpes trasero, tomados de la rueda de auxilio, dos chicos con guardapolvos viajaban colados.

Abrazándolo, una racha de aire caliente lo elevó unos metros y giró sobre su eje. Los trapos de la cola tomaron forma espiralada, como queriendo sujetarse del aire. Ese rápido giro le mostró sucesivas imágenes: bandadas de palomas, la inmensidad del espacio celeste, un sol enceguecedor, otra vez el celeste y en la lejanía el horizonte, árboles, terrenos baldíos de los que surgían como brotes primaverales cientos de espaciadas construcciones. Luego, la laguna de la Noria y a su lado, como un tajo, la cinta pavimentada de la avenida General Paz.

Cada golpe de aire variaba su posición. Las casitas del barrio obrero mostraban sus modelos coloridos y variados. Fondos con frutales, ramadas de glicinas, parras o Santa Rita, jardines con malvones, calas, margaritas. Cercos de zarzaparrilla o mburucuyá con sus frutos naranja. De tanto en tanto, terrenos alambrados con campanillas celestes sobre el fondo de enredaderas; calles de tierra con sus puentes sobre zanjas; calles adoquinadas, otras de pavimento.

Siempre en el aire, el barrilete siguió con su vals vienés: giros, elipsis, semicírculos. Cada vez más bajo. El pibe ya corría por intuición. Los árboles añosos le impedían verlo. Su cara mostraba agotamiento y resignación. Ya no corría. Con el trozo de ovillo en su mano, trotaba, caminaba, mientras arrastraba los metros de hilo que quedaban. Cabizbajo, desalentado, se preparaba mentalmente para el regreso.

– Che, pibe ¿Vos perdiste algo?

Desde la casa en construcción un albañil lo llamó.

El chico levantó su cara triste. Sobre el andamio, el barrilete lo contemplaba con sus ojos negros. El obrero lo bajó como el más preciado tesoro y se lo entregó con sumo cuidado.

El rostro del pibe se iluminó y luego sonrió sorprendido, al mismo tiempo que dos lagrimones le surcaban las mejillas. El albañil también sonrió. Tenía hijos y su corazón de barrilete soñaba con un mundo mejor.

Vernal Freitas

A red kite with a string flying against a blue sky.