Los héroes ejemplares están aquí, abajo, más acá de nuestras narices. Y usted conoce alguno, seguro
Como venía diciendo, estoy explorando la preguntita desde hace una punta de años. Cada vez el interrogante me resulta más inevitable, más de “triste actualidad”, más vigente. Voy al grano. La Argentina, ¿por qué sigue en pie si ha hecho de la decadencia una costumbre?
Por Rodolfo Braceli
La pregunta genera sucesivas preguntas: ¿Por qué, nuestra Argentina, ¿no perdió hasta el apellido en años de obscena entrega desde adentro y de descarado saqueo desde afuera? ¿Por qué no desaparecimos del mapa si, por décadas, venimos siendo arrasados, malvendidos, loteados, vaciados de futuro, colonizados hasta el tuétano de la médula y, sobre todo, trabajados para hundirnos en la desesperanza?
¿Cómo decirlo sin pecar de apocalíptico? Estamos acorralados por interrogantes abrumadores y por presagios que nos desolan. Estamos, además, anegados de autodefiniciones, de diagnósticos presuntuosos, de palabras al servicio del palabrerío. ¿Esto es el reino de la güevada? Una y otra vez afirmamos que “esto no tiene arreglo”, y que “estamos tocando fondo”. La dichosa frase esconde un atajo de falso optimismo: “Peor que ahora ya no vamos a estar”. La dichosa frase intenta ser la coronación de las sucesivas décadas de empeñosa decadencia. Y se renueva con el advenimiento de las sucesivas generaciones. Integramos un maratón del que participamos de una carrera hacia un seguro abismo. Se trata de una patética carrera, en ella intervienen frívolos, impunes, mediocres, mafiosos y desmemoriados de mal agüero que sin pudor reclaman ¡y hasta prometen! la solución de la mano dura. Los actos preelectorales se han convertido en reñidísimas pugnas por demostrar que muy pronto se aplicará esa “mano dura”. Increíblemente las víctimas se dejan seducir y aprueban a los victimarios.
Así es la cosa: por generaciones nos enseñaron que nacimos “condenados al éxito”. Aquí el que no es campeón mundial de algo, es un güevonazo, por no decir que es un fracasado; en fin, eso, un pelotudo. Pero una y otra vez presumimos de ser los mejores del mundo. Los espasmos de los éxitos deportivos consolidaron esa creencia nefasta. No pudimos, no supimos asimilar a los talentos de los Fangio, los Maradona, los Ginóbili, los Vila, y últimamente los Messi. Una y otra vez la realidad nos cayó sobre la mollera. Y entonces empezamos a darnos cuenta de que no, que no éramos los supremos. Entonces, acto seguido comenzamos a flagelarnos: nos creímos los peores del mundo.
Pero tampoco eso, no éramos los peores. Seguimos deambulando. Finalmente encontramos consuelo en una frasecita que nos calificaba como los “los más inexplicables del planeta”. De algún modo, siempre sacando pecho, siempre “los más”. No hay caso, nos encanta ser indescifrables. Anidamos, nos revolcamos en nuestra condición de enigmas.
Pero. Otra vez el “pero”. Una letra más y estamos en Perón. Pero ya es hora de que dejemos descansar en paz al viejo líder…
El caso (¿la casualidad?) nos dice que esta Argentina –nuestra Argentina– sigue latiendo, increíblemente tiene pulso. Sigue, aunque en voz baja; la esperanza es algo que insiste en respirar. Y si el pulso continúa es porque hay una pulseada. Por décadas, hemos hecho méritos para irnos a la cloaca del abismo; a la misma mierda. Si allí no fuimos a parar es porque hay “otros” argentinos, aparte de los desopilantes, de los insolidarios, de los usureros, de los que analfabetizan sin dar ni darse respiro, de los que prefieren la comodidad de la “mano fuerte” y quieren convencernos de que tener esperanza es una puerilidad de ilusos.
Además del cómodo hábito de decir que “ya tocamos fondo”, uno de nuestros fáciles lugares comunes consiste en decirnos que “lo que aquí pasa es que carecemos de ejemplos”. ¡Otro error! Otro cómodo error. Porque –no nos engañemos–, buscamos los ejemplos entre los exitosos y los encumbrados, en personajes que están en el bronce, o están en la vidriera de los triunfadores, o, a veces, de la alcahuetería.
Para referentes buscamos héroes, nos fascinan los grandes personajes que producen hazañas, y caemos en lo de siempre: nos decimos que, “aquí lo que pasa es que carecemos de ejemplos”. Y agregamos: “porque todos los políticos son una manga de corruptos”. Esta generalización es otra comodidad; decidimos en un segundo que nada peor nos puede suceder, y que, a continuación, vendrá mágicamente la recuperación argentina. Y seguimos buscando héroes.
Pero resulta que a los héroes los tenemos muy cerca, entre nosotros. Más acá de nuestras narices. Por favor, bajémonos de la moto, hagamos una pausa. Pensemos un poquito: ¿el promedio de corrupción que cómodamente le atribuimos a los políticos acaso no es el mismo promedio que tienen los abogados, los tacheros, los arquitectos, los comerciantes, los odontólogos, los plomeros, los ginecólogos especialistas en cesáreas?… Ah, me olvidaba, y los periodistas.
Creo que nos ha llegado el momento de tener a bien considerar que hay otra Argentina. Y es la que realmente sostiene la brava pulseada. Hay un país traspapelado, sufriente, desesperado, intenso; hay un país con seres formidables que no se dan por vencidos. Y no los conoce ni Dios. “Ellos” se inventan desde la calamidad, sueñan a raja cincha, no deponen el corazón. Y aquí tenemos la respuesta a nuestras preguntas de apertura. Si todavía no desaparecimos del mapa, si ya no nos fuimos al carajo es por la activa existencia de “ellos”. Y si algún día, cercano o lejano, salimos a flote, será por “ellos”, justamente.
Como ejercicio de ciudadanos hagamos una prueba. Descubramos a nuestro alrededor esos personajes formidables que inventan desde los escombros, que hacen cosas prodigiosas desde la malaria, que no se entregan al galopante default del desánimo colectivo. Tienen un rasgo común: son, todos, jóvenes. Jóvenes de 14, de 20, de 40, de 70, de 90 años. No importa profesión, no importa oficio o nivel social. Son sabios, porfiados, corajudos, son originales. En cada barrio, en cada hilera viñatera hay uno. O varios. Estos héroes verdaderos son como linternas, nos alumbran la obstinada noche.
Recuerdo sólo un par de casos: Elsa Irigoitía vivía en Paraná. Cuando la conocí ya había cumplido los 85 años de su edad; activísima, maestra directora jubilada con una cifra magra. Heroína, por su vida entera. Al recibirse, su padre le dijo que mientras él ocupara el cargo de Director de Escuelas, no la iba a nombrar en esa provincia. Y cumplió la dolorosa promesa. A los 17 años Elsa fue destinada a un lugar limítrofe, inclemente, sin agua; fue a un rancho-escuela de Jujuy. Años después la trasladaron a la Patagonia. La hija de Ética.
Vuelvo al caso de un niño que abría puertas de taxis por monedas. En la esquina de Corrientes y Florida de la Capital Federal se estaba haciendo una colecta para juntar 230 mil dólares para que una adolescente con leucemia pudiera hacerse un trasplante. Al final de su jornada el chico sacó las monedas de sus bolsillos, todas, y sin decir media palabra las metió en la gran urna. Todas. Y se fue. El pibe no dijo ni cómo se llamaba, ya será un hombre, andará por ahí. Si es que vive. Escribo si es que vive pensando en que posiblemente aquel niño haya dejado de existir prematuramente, por portación de piel, porque los rostros marrones en este tiempo no tienen garantía de larga existencia.
Solemos decir, justificando nuestras aflojadas y corrupciones cotidianas, que “lo que pasa es que aquí no hay ejemplos”. Joder. Damas y caballeros: los ejemplos que tanto reclamamos están aquí, abajo, al ras del suelo. Hay otros habitantes, creativos, ejemplares, primordiales. “Ellos” son los que sostienen la gran pulseada. ¿Serán contagiosos? Contagiémonos de su humilde perseverancia. Vayamos por “ellos”. Vayamos con “ellos”. Y metámosle. Ellos siguen alzando cada día a la esperanza. Ellos saben que la esperanza es un trabajo. Y es una obligación. Ellos saben que los verdaderos héroes viven por acá cerca. Ahí los tenemos, ejemplares, sencillos, tenaces, ¡están más acá de nuestras narices! Por ahí, en una de esas, descubrimos que el héroe ejemplar es un hermano, o nuestros padres, o una abuela, o el vecino de la otra cuadra. Por ahí. Por ahí quién sabe. En una de esas resulta que tenemos enormes ejemplos. Ejemplos como los de aquel hachero que hace años conocí en el Chaco, en Pampa del Infierno. Don Valentín Céspedes, el hachero, solía decir con toda naturalidad: “Yo tengo fe. Cuando pierdo la fe tengo esperanza. Por último, yo tengo fe en la esperanza”. Eso es: hay que tener fe en la esperanza. Cito al viejo hachero y pienso en las urnas de estos días con sus noches. La democracia es un insomnio eterno y prodigioso. Y la república argentina que nos parió debe merecerla, a la democracia.
(Este texto tuvo su primera versión en uno publicado en el diario Jornada, de Mendoza)
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