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Cumplió 40 años la calesita de Mataderos

El Carrousell Mi Sueño ubicado en la plaza Salaberry en el corazón del barrio de Mataderos y en las páginas de Cosas de Barrio fue recordada por la pluma de Ricardo Daniel Nicolini y lo hizo de la siguiente forma

Música pegadiza, brillo y colorido por doquier e imágenes vertiginosas que se suceden y se repiten mientras un mundo de fantasía gira y gira, arrancando sonrisas de un lado y del otro. La calesita, una instantánea de nostalgia que se mantiene indemne aferrada a un presente dominado por la tecnología y le hace pito catalán al paso del tiempo. “La calesita no va a morir nunca”, asegura con una sonrisa Miguel Ángel Vignatti (68), recostado en la pared de la boletería de su carrusel de Juan B. Alberdi y Pilar, que el pasado sábado 18 de noviembre celebró sus 40 años en el barrio de Mataderos. De fondo suena “El auto feo”, el himno de Pipo Pescador interpretado por La Mosca, y un puñado de pibes le pone más brillo a la colorida tarde primaveral, justo allí donde hasta comienzos de los 80’ funcionara el recordado hospital Salaberry.

Cuando en 1981 la dictadura militar decidió demoler aquel emblemático centro de salud, el predio fue utilizado primero por el Circo Rodas y al año siguiente se transformó en un improvisado estudio de televisión, para albergar al programa “La Manzana de la Alegría”, que conducía Orlando Marconi, con el que se recaudaban fondos para los combatientes de Malvinas. Recién después, Miguel Ángel pudo comenzar a negociar el permiso precario para instalar la calesita, que comenzó a girar por primera vez el 13 de noviembre de 1983, pocos días antes de la reinstauración de la democracia. “Pasaron varios años hasta que se pudieron regularizar los papeles, porque en este terreno siempre hubo un juicio, ya que al ser un espacio donado no se podía realizar ninguna explotación comercial, pero sí algo que le brindara un servicio a la gente. Por eso se construyeron el materno infantil y el centro de salud, y el resto quedó como plaza”, recuerda.

Cuando desembarcó con su carrusel, la plaza entera era un cúmulo de cascotes y mugre. Él mismo se encargó de plantar los árboles que hoy le dan algo de sombra a la calesita. Y aunque en todos estos años las alegrías superaron con holgura a los pesares, Miguel debió enfrentar dos desalojos. El primero en 1989, cuando Facundo Suárez Lastra era el intendente. “Un día de carnaval llegaron camiones municipales, me desarmaron todo y me tuve que llevar la calesita. Después asumió Carlos Grosso y dijo que no iba a molestar a las calesitas, que por entonces estábamos todas ‘en el aire’, por eso cuatro meses después, en junio, pude volver a instalarme”, evoca. El otro fue a mediados de 95’, cuando el intendente era Jorge Domínguez. “Ahí estuve desalojado durante un año -recuerda apesadumbrado-. Recién pude volver cuando llegó Fernando De la Rúa, en 1996. Un día fue a un acto en la plaza que está frente al Santojanni, me acerqué y le dejé una carta con el pedido de volver a instalarme. A la hora me llamaron y al poco tiempo pude volver. Después tuve otro intento de desalojo durante la gestión de Aníbal Ibarra, pero los vecinos se movilizaron y al final quedó todo en la nada”.

– ¿Qué argumentos se esgrimían en cada caso?

– El tema era que todos los calesiteros que trabajábamos en las plazas teníamos un permiso precario sin fecha de vencimiento. La solución llegó recién cuando asumió Jorge Telerman como jefe de Gobierno, que empezó a mover todos los papeles para que las calesitas regularizáramos nuestra situación y pudiéramos funcionar tranquilamente con la habilitación definitiva. Ahí formamos la Asociación de Calesiteros, de la que soy vicepresidente, que es la que actualmente nos aglutina y nos representa. Hoy tenemos servicio de emergencia médica, seguro, luces de emergencia y hasta posnet, además de pagar un canon mensual, Ingresos Brutos, luz y monotributo, cosa que me parece genial, porque yo no quiero vivir de arriba.

La ley que permitió regularizar la situación fue la 2554, sancionada el 29 de noviembre de 2007, por las que las calesitas de Buenos Aires son consideradas “patrimonio cultural y emblema de la identidad porteña”. La entidad que se encarga de otorgar los permisos es la Dirección General de Concesiones del Gobierno porteño, a través de la Dirección General de Espacios Verdes.

La pasión de Miguel por este oficio se inició a sus 15 años (lleva más de medio siglo vinculado al colorido mundo giratorio) cuando alternaba sus estudios dándole una mano a un viejo calesitero en Lugano. Más tarde se desempeñó como chofer de colectivos y luego atendiendo su propia gomería. Al fin y al cabo, todo su mundo tiene que ver con las vueltas. “De pibe manejaba en la 126, hasta que a los 25, con la plata que logré juntar, largué el bondi y me puse una gomería en Tablada”, relata quien hoy lleva adelante un emprendimiento familiar, bautizado “Calesitas al sur”, que cuenta con cuatro carruseles y en el que lo acompañan su pareja y sus tres hijos.

“Cuando en el 96’ vendí la gomería, me dediqué de lleno a este oficio, que me hace feliz”, asegura el oriundo de Lugano y vecino de Barrio Naón. “No sólo disfruto al ver la alegría de chicos y grandes, sino también cuando me dedico a reacondicionar alguna calesita. Repararlas y ponerlas a punto para verlas girar nuevamente es una satisfacción que no tiene precio”, dice, mientras atiende a un cliente, tras la ventanilla.

La que actualmente funciona en la plaza Salaberry la fabricó íntegramente con sus propias manos. “La comencé a construir en 1983 y siete años después comenzó a dar vueltas acá”, recuerda. Casi subrayando lo obvio, la bautizó “Mi sueño”. El viejo carrusel original que funcionó hasta 1990, hoy se muestra embellecido y en todo su esplendor, en avenida Cruz y Guaminí, el predio que administra Martín, el hijo mayor de Miguel, que de pequeño ayudaba a su padre en la plaza de Mataderos.

Aquella vieja calesita lleva el nombre de Stella Maris, en recuerdo de la esposa de Miguel -fallecida hace 27 años- y de su hija menor, de 26 años, que está a cargo del único carrusel que funciona en el barrio de Liniers, frente al hospital Santojanni, inaugurado en 2015. Nicolás (34), el hijo del medio tiene la suya desde 2007 en la Estación de Villa Lugano (Cafayate y la vía). Aunque insiste en que la calesita no va a morir nunca, Miguel reconoce que con los años se fue recortando la clientela. “Antes los chicos de 15 años se subían a la calesita, pero ahora a los 8 o 9 ya están en otra cosa. Entonces, como se achicó el rango de edad, aparecieron los juegos con fichas”, explica y señala los autitos, motos y aviones que funcionan alrededor de la calesita.

Lo que parece mantenerse inalterable es la música que, aunque ya no emerge de un tocadiscos sino de la computadora, sigue recurriendo a los viejos clásicos infantiles que nunca pueden faltar. “Los padres me piden que pase Gabi, Fofó y Miliki, o Carlitos Balá”, explica Miguel y señala la colorida escenografía de su calesita. “Fijate que los dibujos también son tradicionales, ahí está Mickey, el Pato Lucas, el Pájaro Loco, porque de hecho los siguen pasando en la tele”.

– ¿Y la sortija sigue funcionando como un atractivo especial?

– Te diría que ya no. Hoy muchos chicos no saben lo que es, sino se las damos nosotros no la piden. Los padres son los que la reclaman. Es que la sortija es un invento argentino, no está en todas partes del mundo.

Y mientras juguetea con la sortija que se escabulle entre las manos de los pequeños (“agarrala que tenés una vuelta gratis”, les advierte), Miguel sostiene que la calesita es su casa. “Tengo el placer de trabajar en lo que amo”, afirma. “Hoy vienen las mamás con sus hijos, que hace unos años venían con la suya a esta calesita. La gente me hace sentir parte de su familia, después de 40 años acá, conozco a los chicos, los padres y los abuelos”, se jacta sin pedantería.

Cae la tarde y ese sector de la plaza resplandece con el brillo de las luces y el ritmo incandescente de una melodía pegadiza. A fuerza de encanto y nostalgia, la calesita gira y gira, como para demostrarle al insolente paso del tiempo que está dispuesta a ganarle otra batalla.

 

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