La exigencia de decir verdad en el discurso político e institucional
(Por Eduardo Barcesat) Desde luego, deben descartarse las pretensiones de verdades absolutas; nada lo es en el proceso social. Pero hay límites, correspondencias biunívocas entre el lenguaje del orden jurídico positivo, comenzando por la supremacía de la Constitución Nacional y los Tratados Internacionales de Derechos Humanos (artículos 31, 36 y 75, inciso 22 de la Constitución Nacional), que no pueden ser desconocidos o violentados.
Nuestro sistema constitucional es harto generoso cuando establece que “esta Constitución puede ser modificada en el todo o cualquiera de sus partes” (artículo 30).
Pero, de seguido, el intérprete constitucional tiene que señalar que ello sólo puede ser llevado a cabo conforme los mecanismos y autoridades determinadas por el propio artículo 30 de la Constitución.
Se dice, en la teoría de los lenguajes, que cuando un tramo de un texto se refiere al mismo texto que integra, ese tramo es necesariamente de un nivel lógico superior.
Los artículos 30, 31, 36 y 75 inciso 22, donde la Constitución se refiere a sí misma, invisten, por esa circunstancia de la lógica de los lenguajes, la condición de metanormas del propio texto constitucional.
Dicho de la forma más sencilla, en la política se pueden proponer modificaciones sustantivas, pero se introducen conforme los requisitos de legalidad de obrar establecidos en la institucionalidad vigente.
El derecho sólo se crea, y sólo se aplica desde el derecho; este es el apotegma que se deriva del deber de obediencia a la supremacía constitucional.
Vayamos a los ejemplos que nos aporta la campaña electoral en curso.
Se propone grabar las conversaciones, en los institutos penitenciarios, entre la persona privada de su libertad y su abogado. ¡Francamente inconstitucional!
La autora de la propuesta se enfada y amenaza con sacar la misma en dos horas por decreto de necesidad y urgencia. Se le advierte que el artículo 99, inciso 3 de la Constitución –que es el que regula los DNU– prohíbe taxativamente la materia penal y procesal penal para dichos decretos (fin de la entrevista).
Otro propone suprimir la coparticipación federal, regulada por el artículo 75, inciso 2 y un tramo del mismo artículo 75, inciso 19, que impone a las autoridades de gobierno el igualar las diferentes condiciones entre las provincias y regiones.
El que propone esto se enardece cuando se le indica que sólo puede hacerlo previa reforma constitucional; esto es, por declaración de necesidad, por dos tercios de los miembros de ambas Cámaras del Congreso de la Nación y por una Convención convocada al efecto.
Y entonces vocifera: ¡plebiscito! ¡referéndum! Hay que señalarle que la Constitución regula, solamente, la iniciativa popular o la consulta, pero que el tema de la reforma constitucional es uno de los vedados para estos mecanismos de participación popular.
Los ejemplos podrían proseguir: la trata de personas, incluidos niños; el desconocimiento de la paternidad; la compra-venta de órganos y de armas; la destrucción del Banco Central de la República Argentina y de la emisión de moneda de curso legal, así como la fijación del valor de cambio con las extranjeras, amparado por dos incisos del artículo 75 de la Constitución; la venta de territorio nacional o su canje por vacunas; la privatización de los mares, cursos de agua navegables, las calles, etc. A ninguno de los proponentes se le ocurre, siquiera, examinar la legalidad vigente que inhibe de todos estos dislates.
¿Estamos obligados a soportar en silencio estas aberraciones institucionales que –dicen– se amparan en la libertad de expresión?
Entiendo y propongo la necesidad de una incorporación a nuestra legislación electoral que requiera de los postulantes a ocupar cargos electorales la obligación de explicar los tramos institucionales necesarios para implantar sus propuestas. Y que se sancione, sea con multas o inhabilitación temporal a ocupar cargos públicos, cuando infrinjan esta obligación de brindar información adecuada y veraz.
Es que el deber de obediencia a la supremacía constitucional abarca a todos los habitantes de la Nación Argentina.
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