Las ferias de San Telmo: un paseo obligado para entender nuestra identidad
Recorrer las ferias en San Telmo es, desde siempre, un plan atractivo para cualquier fin de semana. Sin embargo, entre sus puestos y fachadas históricas se conjuga el origen de la identidad porteña con la posibilidad de cubrir las necesidades económicas y sociales básicas de cada ciudadano.
Es domingo, son las siete de la mañana y el frío de este tramo del invierno pareciera no importar, porque el camión donde los feriantes guardan sus cosas se acerca al Parque Lezama. A partir de allí, cada uno de ellos se dispondrá a armar su respectivo puesto de estructura metálica, con su característico techo de lona azul, para afrontar el resto del día. Los vendedores, que vienen de distintas partes de la ciudad y hasta algunos de la provincia de Buenos Aires, se ocupan de organizar sus productos dentro de sus lugares. Muchos poseen un solo sector, otros dos y algunos, incluso, hasta tres. En ellos se puede encontrar una gran variedad de productos, pero todos bajo dos reglas fundamentales: nada de productos comestibles ni de marca.
“Soy parte de la feria desde hace más de veinte años”, subraya Cristina con orgullo. En su lugar, ubicado justo enfrente del monumento a la cordialidad argentino-uruguaya, vende ropa usada que recolecta de otras ferias, donaciones o simplemente que le dió su familia. Al igual que muchos otros feriantes, sus inicios en la feria tuvieron que ver con una necesidad económica que parecía ser temporal, pero que aún hoy perdura. En otros sectores del parque se pueden encontrar otros productos tales como juguetes, libros e incluso herramientas.
Ahora bien, esto sucede en el sector del parque que corresponde al barrio de La Boca, pero en el extremo opuesto, hacia San Telmo, el paisaje es otro: el centro de atracción es la feria de artesanos. Aquí hay menos vendedores y todos se dedican a exponer sus trabajos, que van desde juguetes hasta mates, pasando por accesorios y bijouterie de propia autoría.
Pero eso no es todo. Si se sigue caminando por la calle de la esquina hacia el norte, se puede encontrar otro punto icónico: la feria de la calle Defensa. Al igual que las dos anteriores, aquí los feriantes se ubican en diversos puestos alienados sobre la calle, esta vez con techos de lona color negra, aunque también están los que prefieren ubicarse sobre el empedrado o caminando. A su vez, la variedad de artículos también es mucho más grande, desde sombreros a jarrones, mapas, sifones, instrumentos musicales y otras antigüedades con las que los puesteros buscan competir con los locales comerciales.
Al llegar al cruce con la calle Humberto 1° nos encontraremos finalmente con la Plaza Dorrego, lugar de origen de la feria allá por los años 70 y que compone el nacimiento de una nueva forma de comercio en la zona a partir de las necesidades económicas de los diversos participantes. Es importante destacar que, si bien hoy en día es conocida por tener a la venta artefactos históricos, al momento de su conformación simplemente se los promocionaban como objetos en desuso. Como así también, productos que se los consideraba sólo de la clase alta, pero que en realidad podían también pertenecer a familias de clase media.
“¿Quiere vender sus cosas viejas? Hágalo en una plaza”, citaba aquella vieja publicidad creada por el arquitecto José María Peña y publicada en los diarios Clarín y La Nación, hace más de cincuenta años. En su origen (año 1968) la feria se creó como parte de los festejos por la conmemoración de la Semana de Buenos Aires, fiesta en la cual se celebra el Día del Patrono, San Martín de Tours. Con tan solo 30 participantes, y bajo la organización del Museo de la Ciudad de Buenos Aires, tuvo un singular éxito en aquella primera experiencia. Por eso se seguiría repitiendo y sumaría nuevos feriantes a través de los años.
Asimismo, otra de las principales razones por las cuales su origen fue tan importante, es que una feria de estas características nunca había existido en Buenos Aires. Este modelo era muy común en Europa, o en ciudades como Montevideo o Santiago de Chile (la Feria de Tristán Narvaja y Mercado Persa, respectivamente), pero nunca había surgido en nuestra ciudad.
Muchas de las personas que en ese momento le dieron origen a la feria de San Telmo, actualmente desarrollan su actividad durante el resto de los días en las galerías cercanas, como la de Casa Ezeiza. “Mi familia, que formó parte de la feria desde sus inicios, compró este local para mi emprendimiento hace unos quince años”, cuenta uno de los comerciantes, y agrega “amo poder continuar la trayectoria familiar”. La feria pasó por muchos altibajos, desde la transformación de las ventas a plataformas digitales, hasta la suspensión de sus actividades durante la pandemia, pero nada pudo acabar con su esencia.
Las ferias son un ícono del barrio porteño de San Telmo, ya que contribuyen a la identidad cultural del barrio. Nacidas a partir de necesidades económicas, hoy son casi una columna vertebral de la zona, que reflejan el talento y el trabajo duro y esmerado de todos sus integrantes.
Ellas están presentes cada fin de semana desde temprano, aunque el clima sea el ideal o no tanto. Nuevas personas se acercan hasta allí para conocerlas, vincularse con la cultura local, escuchar música o ver los diversos espectáculos de tango en la calle, redescubrir el barrio viejo, o en ciertos casos, experimentarlo por primera vez. Como sea, las ferias de San Telmo son una visita ineludible, surgidas a la sombra de una necesidad de la que lograron trascender para convertirse en un mojón cultural que trasluce la esencia de la identidad porteña.
Luciana Piñerúa