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Invitado a pronunciar el discurso inaugural en la Feria del Libro, Guillermo Saccomanno pateó el tablero

El escritor transformó la exaltación cultural del evento, de estilo en las intervenciones de sus antecesores, en una cruda descripción de la realidad de la Feria del Libro como evento comercial.

“Decir Feria implica decir comercio. Esta es una Feria de la industria, y no de la cultura aunque la misma se adjudique este rol. En todo caso, es representativa de una manera de entender la cultura como comercio en la que el autor, que es el actor principal del libro, como creador, cobra apenas el 10% del precio de tapa de un ejemplar”

Precisamente, cobró su intervención por no transar con el prestigio como moneda de cambio: “Me imaginé en el supermercado tratando de convencer al chino de que iba a pagar la compra con prestigio”.

Con respecto a mis honorarios, a Ezequiel [Martínez], además de honesto periodista cultural, hijo de un gran escritor, no puso reparo. Es más, coincidió en que se trataba, sin vueltas, de trabajo intelectual. Y como tal debía ser remunerado, aunque hasta ahora, como tradición, este trabajo hubiera sido, gratuito. No creo que mencionar el dinero en una celebración comercial sea de mal gusto. ¿Acaso hay un afuera de la cultura de la plusvalía?”

Fustigó al ámbito en el que se organiza la Feria: “¿Es una paradoja o responde a una lógica del sistema que esta Feria se realice en la Rural, que se le pague un alquiler sideral a la institución que fue instigadora de los golpes militares que asesinaron escritores y destruyeron libros? En lo personal, creo que esta situación simbólica refiere una violencia política encubierta”.

En otro pasaje recalcó: “La Feria siempre me generó tensión. Y no sólo porque uno se topa con un injuriante pabellón Martínez de Hoz, que homenajea al esclavista y saqueador de tierras indígenas, antepasado del tristemente célebre economista de la última dictadura”.

Sin duda, un antes y un después en las aperturas de la Feria del Libro o quizás “rara avis”, una golondrina que no hace verano.

El discurso completo

Meses atrás, en febrero, ante la inminencia de esta Feria, Silvina Friera publicó en Página/12 un artículo donde desarrollaba la problemática de la falta de papel que afecta muchos países. A la escasez de papel, producto de la pandemia y el aumento en los costos de energía en el mundo, se le suman en nuestro país los problemas habituales: la industria del papel es oligopólica, el papel se cotiza en dólares, y aun cotizando en dólares, tiene inflación y ningún tipo de regulamiento desde el Estado. En consecuencia, para las editoriales pequeñas y medianas se torna muy difícil planificar la edición e impresión de libros. 

La falta de papel se debe a la menor producción de las dos empresas productoras de papel para hacer libros. Una es Ledesma, propiedad de la familia Blaquier/Arrieta, una de las más ricas del país, apellidos vinculados con la última dictadura en crímenes de lesa humanidad, además de relacionados con la Sociedad Rural, escenario en el que hoy estamos. La otra empresa es Celulosa Argentina. Su directivo es el terrateniente y miembro de la Unión Industrial José Urtubey, conectado con la causa Panamá Papers.

Los oligopolios han producido menos por problemas internos y por la pandemia. Y cabe destacarlo: han destinado su producción a papel para embalar o para cajas, y no tanto al papel de uso editorial. Para hacer un libro de unas 160 páginas, con una tirada de 2.000 mil ejemplares, se necesitan entre papel interior y papel de tapa más de 150.000 pesos de inversión. 

Un editor independiente proponía como solución la intervención del Estado. Por ejemplo, la creación de una papelera del Estado. Pero, por supuesto, como no ocurrió en el escándalo Vicentin, es improbable que suceda su intervención. Sería un hallazgo, en la crisis que atravesamos, crear una papelera con participación del Estado, que nuclee a los cartoneros y a las cooperativas.

Al leer esta noticia me pregunté qué tenía esto que ver conmigo, con la hoja en que empezaba a escribir este texto una noche en el bosque. En los últimos treinta años, desde que me afinqué en Villa Gesell, esta “tierra elegida” como la llamábamos con mi amigo Juan Forn, escribo con una birome negra en un cuaderno de hojas lisas. Me gusta el fluir de esta escritura en silencio, una grafía que se vincula con el dibujo, y el dibujo, a su vez, me devuelve a mí mismo. Así me pregunto quién soy, y si esta ignorancia no es la que induce a la búsqueda de un sentido que a menudo se me rehúye. La escritura, conjeturo, debe saber más de mí que yo. Tal vez esta sea la razón por la que en los últimos años me dediqué a la lectura y escritura de notas sobre poesía. 

En tanto, con la birome negra en un cuaderno, escribí en la ciudad, en micros, en trenes, en el mar y también en el bosque. Y fue en el bosque donde mi escritura se volvió más reconcentrada y, a un tiempo, abierta, tratando de conectar en un modo zen el uno con el todo. El monje taoísta vietnamita Thich Nhat Hanh dice que la hoja donde escribo contiene el árbol del que proviene, desde la semilla, pasando por la lluvia, el sol, las estaciones, una historia concerniente a la naturaleza ante la que no puedo hacerme el distraído. Intentaré evitar irme por las ramas.

Hace un instante comentaba el silencioso acto de la escritura con el destino final que uno puede, con suerte, atribuirle: la publicación. A qué precio, vale preguntarse. En un posteo de un editor independiente leí que imprimir un libro de 290 páginas cuesta tres cuartos de un millón de pesos, aproximadamente más de 700.000 pesos. Además, vaya detalle, no son pocos los autores que pagan una parte de la edición con tal de ver publicada su obra.

Debe haber sido en noviembre. Cuando fui convocado a la inauguración de esta Feria experimenté sentimientos contradictorios. Me acordé de la biblioteca de mi padre perseguido político en la casa de un Mataderos de calles de tierra, hedor de frigoríficos y curtiembres. En esos años fue la toma del Lisandro de la Torre y la insurgencia barrial ante los carriers y los tanques. La biblioteca estaba en el fondo de casa, en un galpón lindante con el gallinero, era vasta y en sus estantes, tablones hasta el techo de cinc, cargadísimos, convivían, entre otros, Bakunin y Zola, Barbusse y Dostoievski, Maupassant y Marx, Arlt y Martínez Estrada. 

Me vi más tarde, a los quince, cuando empecé a trabajar de cadete en una agencia de publicidad. Me detenía en las librerías de la avenida Corrientes y en los puestos de usados de Tribunales. Cuando el dinero no me alcanzaba robaba los libros. A los quince iba formando mi propio programa de lecturas: Sartre, Hemingway, Camus, Pavese, Vitorini, Duras, Pasolini, Guinzburg, Faulkner, Woolf, Mc Cullers, O´Connor, Hamsun. Descubría a Gelman, Bustos, Bignozzi, Bailey, Porchia, Thenon, Urondo y Pizarnik. Leía El Escarabajo de Oro y La Rosa Blindada. Era el tiempo de, entre otros, Castillo, Guido, Dal Masetto, Hecker, Rivera, Orpheé, Puig, Lynch, Briante, Gallardo, y Piglia. Siempre pensé que el premio mayor para una escritora o un escritor debe ser que una piba, un pibe, detecten mañana tu libro en una bandeja de usados, ese entusiasmo al encontrar y encontrarse. Todavía lo sostengo. Desde esta construcción de mi escritura hablo esta noche.

La Feria siempre me generó tensión. Y no sólo porque uno se topa con un injuriante pabellón Martínez de Hoz, que homenajea al esclavista y saqueador de tierras indígenas, antepasado del tristemente célebre economista de la última dictadura. Decir Feria implica decir comercio. Esta es una Feria de la industria, y no de la cultura aunque la misma se adjudique este rol. En todo caso, es representativa de una manera de entender la cultura como comercio en la que el autor, que es el actor principal del libro, como creador, cobra apenas el 10% del precio de tapa de un ejemplar. En esta Feria se han escuchado y se siguen escuchando discursos bien intencionados acerca de la función del libro, de su trascendencia, su empleo como objeto tanto de placer como de herramienta educativa. En fin, discursos que pronto habrán de ser olvidados.

Cuando fui convocado planteé dos cosas: leer los discursos de quienes me antecedieron y el pago de honorarios. Sólo pude leer, gracias a la inquietud de Ezequiel Martínez, a los últimos cuatro o cinco discursos. La organización de la Feria, presumo, no conserva los anteriores, lo que puede interpretarse como desidia hacia lo que esas voces reclamaron en cada oportunidad. Con respecto a mis honorarios, a Ezequiel, además de honesto periodista cultural, hijo de un gran escritor, no puso reparo. Es más, coincidió en que se trataba, sin vueltas, de trabajo intelectual. Y como tal debía ser remunerado, aunque hasta ahora, como tradición, este trabajo hubiera sido, gratuito. No creo que mencionar el dinero en una celebración comercial sea de mal gusto. ¿Acaso hay un afuera de la cultura de la plusvalía?

Quiero aclararlo, en los años que llevo publicando debí demandar a varias editoriales, incluyendo alguna progresista, para recuperar los derechos de publicación de un libro una vez vencido el período del contrato y otros incumplimientos de cláusulas acordadas. En esas demandas me asistió el amigo Oscar Finkelberg, un especialista en derechos de autor. Tomás Eloy Martínez supo agradecerle a Finkelberg en una dedicatoria haberle probado que los derechos de autor son también derechos humanos.

Nuestra relación con los editores es siempre despareja. Nos sentamos en desventaja a ofrecer nuestra sangre, no otra cosa es la tinta. El editor es propietario de un banco de sangre compuesto por un arsenal de títulos publicados siempre en condiciones desfavorables para quienes terminan donando prácticamente su obra.

De manera que, desde que recibí el ofrecimiento de intervenir acá, no pude menos que, todo un trabajo, todos los días dedicarme a pensar de qué iba a hablar, qué decir. En principio, me dije, debía y debo agradecer a quienes me propusieron como forma de reconocimiento a mi producción. Pero elegí, elijo, ahondar en la tensión. Es decir, elijo la sinceridad. Más tarde, a través de algunos amigos, algunos editores, y no daré nombres, supe de quienes se opusieron al pago. Su argumento consistía en que pronunciar este discurso significaba un prestigio. Me imaginé en el supermercado tratando de convencer al chino de que iba a pagar la compra con prestigio. Entre quienes cuestionaban el pago de honorarios no faltó quien planteara que, de pagar, la cifra dependería de la extensión del discurso. Me pregunté a cuánto podría reducirse la suma si yo decidía resolver el discurso, en modo patafísico, con un aforismo. Además, convinieron esos editores, si se me pagaba, se establecía un antecedente que perjudicaba los intereses de la Feria. ¿Qué los sorprendía? Es que quienes me precedieron en este lugar, comprometidos con la defensa del libro, nunca habían cobrado. El uso que de estas figuras hizo la Feria en función de su propio prestigio ha sido mala fe ideológica y no se obviar. Por tanto, soy el primer escritor que cobra por este trabajo.

Como se apreciará, me limito a narrar hechos y describir. Procuro una narración realista que puede ilustrar los porqués de mi tensión en esta Feria y preguntarme cuánto en ella, más allá de las presentaciones de libros, mesas redondas y debates, es su real interés en la literatura, su significación. A esta Feria, queda claro, le importan más los libros que más se venden, que, como es sabido, suelen ser complacientes con la visión quietista del poder. Conviene quizá que lo aclare: la literatura que me interesa – trátese de ensayo, poesía, narrativa -, ilumina, perturba, incomoda y subvierte.

Otra situación que no se puede soslayar es que las sucesivas crisis económicas han afectado no sólo la industria editorial. No es una novedad que nuestro país ha superado el 40% estadístico de pobreza y que la línea de hambre es impiadosa. En su introducción a los Hechos del Rey Arturo y sus Nobles Caballeros de Thomas Mallory, John Steimbeck escribió: “Hay muchas personas que olvidan, cuando crecen, lo mucho que les costó aprender a leer. Quizá se trate del mayor esfuerzo emprendido por un ser humano, y debe afrontarlo cuando niño. Un adulto rara vez sale triunfante de esa empresa, la de reducir la experiencia a un orbe de símbolos. Los seres humanos han existido durante mil millares de años, y sólo han aprendido este prodigio en los últimos diez últimos millares de los mil millares”. Corresponde entonces preguntarse si un chico con hambre está en condiciones de realizar esa operación, asimilar conocimiento cuando no ha asimilado alimento.

Al mismo tiempo, si retornamos a la crisis del papel, no podemos dejar de lado el crimen impune de las políticas extractivas que sustenta el estado y contribuye al desastre de la naturaleza. No me desvío demasiado: hace un tiempo también leí en The Guardian que la estadística de millones de fugitivos de los desastres climáticos supera los millones de refugiados por desastres bélicos: aproximadamente dieciséis conflictos bélicos en la actualidad. En nuestro país los incendios forestales son tan graves como los efectos asesinos del gaseo pesticida. A propósito, les recomiendo el libro del fotorreportero Pablo Piovano. En esas imágenes espectrales de seres deformados podrán observar eso que los medios invisibilizan, una tragedia ninguneada y oculta que no es tan espectacular como las secas de cuencas aquíferas y los incendios. Tampoco, se me dirá, es pertinente traer acá la indigencia de los pueblos originarios y sus territorios que históricamente les pertenecen y les fueron expropiados a partir del genocidio roquista. Sin embargo, tanto el asesinato de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel como la represión sobre el pueblo mapuche están en línea directa con esta estrategia de expoliación y entrega de recursos.

La teoría literaria, sostiene el marxista irlandés Terry Eagleton, es, ni más ni menos, que teoría política. Leída desde esta perspectiva, desde sus orígenes, nuestra literatura está signada por la violencia política: el indio, la mujer y el inmigrante son las víctimas y han sido y siguen siendo muchas veces escamoteadas. Toda nuestra literatura, incluso aquella que se define como de evasión, aunque se haga la otaria, también tiene que ver con la violencia política. Es que, me digo, si escribimos no podemos jugarla de inocentes. Si me remito a los versos de John Donne queda claro por quién doblan las campanas. Doblan por nosotros.

Otra pregunta me queda picando: ¿es una paradoja o responde a una lógica del sistema que esta Feria se realice en la Rural, que se le pague un alquiler sideral a la institución que fue instigadora de los golpes militares que asesinaron escritores y destruyeron libros? En lo personal, creo que esta situación simbólica refiere una violencia política encubierta.

Cuando pregunté, antes de venir, por qué la Feria se realiza aquí y no en otro espacio, Ariel Granica, hijo del editor exilado en el 76, tuvo el gesto solidario y comprensivo de explicarme que no hay otro lugar de magnitud capaz de albergar tantos expositores y facilitar el ingreso de una multitud. De producirse un cambio de geografía, me dijo, dependería de la colaboración del estado en facilitar un predio afín. Le cité el ejemplo de la Feria de Guadalajara. Y Granica me informó que dicha Feria, a diferencia de esta, dispone no sólo del respaldo sino también del apoyo económico del estado mejicano.

Si la Feria le paga una fortuna a la Rural, esto justifica la cuantiosa cifra del alquiler de los predios de los expositores. De modo que quien visita esta Feria, debe contemplar que al costo de la entrada debe sumarle el precio del libro. Alguna vez esta Feria tuvo como lema propiciar la relación del autor con el lector. La sombra del dinero enturbia, como vemos, la naturaleza de esa conexión.

Quiero, en este relato, plantear otra pregunta: si este es el cuadro de situación de la Feria, que no es nuevo, en medio de esta crisis económica que depreda nuestro país, ¿quiénes son los lectores que llegan al libro sino los de una clase media pauperizada siempre y cuando no gasten demasiado en la gaseosa y los panchos?

Acá se habla de los riesgos de la industria, se repite retórica la necesidad del acceso a los libros, se habla y se habla. Parafraseando a Greta Thumberg, blablablá. Pero cómo hablar de lectores, me pregunto, si se elude desde los estamentos gubernamentales la enseñanza y el aliento de la lectura, que no se arregla ingenuamente repartiendo fascículos literarios en las canchas ni con una candorosa primera dama leyendo cuentos a los chicos de vacaciones en Mar del Plata. No me voy a detener acá en los exabruptos facistas de la ministra de educación porteña, tampoco en el menosprecio del ministro de cultura porteño por los premios municipales a la labor de creadores en literatura, teatro, música y artes visuales, subsidios a menudo en riesgo. Pero no puedo pasar por alto a un reciente ministro de educación nacional que, al encarar una enésima reforma educativa, declaraba no hace tanto que estábamos ante un “proceso de reorganización” pedagógico. “Los límites de mi lenguaje son los de mi mundo”, escribió Wittgentein, pensamiento que ese ministro seguramente ignorará. Subrayo los términos del ministro: “proceso de reorganización”. Tzvetan Tdorov afirma que un país que ha padecido campos de concentración tiene el corazón comido por gusanos. Me pregunto entonces cuál es la calidad educativa en nuestro país que ha sufrido ya suficientes reformas educativas para que, encima, un ministro, pueda expresarse en estos términos. No creo necesario extenderme abarcando la situación siempre precaria de los docentes en el país donde fue asesinado el maestro Fuentealba y en los últimos años otros maestros murieron por la explosión de las garrafas en escuelas convertidas en comederos.

La literatura que me gusta no baja línea. Y, lo que escribo en esta hoja, tampoco baja línea. Simplemente soy descriptivo, estas son las cosas que se juegan para quienes elegimos este oficio. Inexorable, la tensión me impulsa hacia un nervioso desorden enumerativo. Asumo el riesgo de ser malentendido y juzgado como aguafiestas. Pero, a pesar del frenesí y la euforia de la organización y su expectativa en la facturación, nuestro presente no tiene mucho de festivo. Quienes me han leído saben que, acá, ahora, persisto en sostener una contrariada coherencia. Estoy convencido, estos datos y anécdotas tienen que ver con la escritura. No la determinan, pero inciden más de lo que me gustaría cuando viene el momento de publicar.

A pesar de todo, no soy pesimista. Son varias las generaciones que, en el presente, desde la diversidad y la disidencia, están generando escrituras cuestionadoras. La crisis que afecta a la industria es tanto una realidad como la de quienes, a pesar de las dificultades colectivas y personales de toda índole, persisten en la escritura y creen que, si bien la escritura no puede transformar el mundo, puede hacerlo un poco mejor.

La vida es breve, uno escribe contra la fugacidad. Escribir es el intento muchas veces frustrado de capturar instantes de belleza, registrarlos para que sobrevivan a pesar de la finitud. Se escribe en soledad, pero no ajeno a las contradicciones de lo social. Hace falta una gran tolerancia al fracaso para este oficio. “Escribo porque sufro”, dice John Berger. Y lo dice “con la esperanza entre los dientes”. Y esta es una verdad que no se transa.

Mientras escribía este texto, para aliviar la tensión, con la conciencia de que este discurso pronto será olvido, salí a la noche, al bosque. Me acerqué a un árbol añoso, lo toqué, respiré la oscuridad. Al volver a la mesa, a la birome negra y a la hoja, algo había pasado, una especie de gratitud. Y seguí escribiendo. No cambiaría este oficio por nada.

 

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