Aprendamos de los Tobas, nos dice la madre Pacha
Cuando nos gusta una canción la volvemos a escuchar. Pero la canción no se repite cada vez, renace. Eso mismo me sucede cuando insisto y vuelvo por una pequeña historia referida a los Tobas.
por Rodolfo Braceli
Hace un par de años se puso de moda la discusión sobre si somos básicamente europeos. Al final, entretenidos en la discusión, llegamos a la conclusión que somos un híbrido: ni europeos ni latinoamericanos, ni nada. Mientras tanto, a cacerolear y a quemar barbijos, se ha dicho.
Y entonces, ¿qué somos? Somos renegados y más racistas y xenófobos que lo que creemos. Con frecuencia decimos, con un desprecio indisimulable: “Dejame de joder con los mapuches y con los tobas y con la pachamama de la lora!”. Pero, damas y caballeros, ojo al piojo. Por algo será que no paramos de rascarnos.
Ojo, porque tenemos muchísimo que aprender de aquellos que despreciamos, desde nuestra ridícula supuesta superioridad. Alguien –no recuerdo dónde lo leí– dijo que “la soja transgénica vendría a ser la convertibilidad de nuestra agricultura”. No es exageración: ya hay millones de hectáreas que están extenuando sus napas debido a la impunidad invasiva de la soja. Y hay miles de niños (y adultos) pobres, vulnerados, claro, que viven malamente con las entrañas mordidas por los pesticidas.
La palabra “soja” debiera darnos pánico. Y vergüenza. Pero no hay caso, somos sojadependientes. Y encima nos damos el lujo de repeler a los pueblos originarios. Tomados por nuestro complejo de superioridad –que esconde el complejo de inferioridad– resulta que le tenemos alergia a nuestro olor latinoamericano.
“Dale que va…” La desesperación por hacer fortuna de a paladas y de la noche a la mañana, nos impide ver más allá de nuestras arrogantes narices. Y ver más acá. El cultivo alevoso de la soja encarna el genocidio aniquilador de nuestra madre tierra. Nos importa menos que un carajo el día de mañana. Es decir, el futuro de nuestros hijos, y de nuestros nietos. “Dale que va…”
Bajemos de la urgencia de cada día, bajemos del cretinismo de la indiferencia activa. Bajemos, ¿para qué? Para hacer amor. Para colaborar con esa rueda de la Vida que insiste en rodar. Y para darle una mano al sol, tan porfiado, que renueva sus ganas de alumbrarnos el día de mañana; aunque no lo merezcamos.
Retomo un texto –tan luminoso como una canción– que me envió hace unos cinco años Ana Larravide, amiga uruguaya, más que periodista, poeta. Ana me cuenta: “Me conmovió algo que acabo de ver (en el Canal Volver), la búsqueda de miel de los tobas, en el Chaco: salen dos o tres hombres al monte, caminan al sol, caminan caminan. ¿A dónde van? Van a ‘melear’. (Melear viene de miel).
La caminata es una búsqueda. Buscan hasta que encuentran el orificio, casi invisible de la entrada a un panal.
Cavan profundamente en la arcilla. Digo profundamente y estoy diciendo que cavan tanto como la altura de un hombre, por lo menos.
Es un trabajo esforzado, al sol. Transpiran. Sus camisas se empapan.
Al llegar al fondo del pozo, atentos, sensibles, en el momento preciso meten la mano (ya no la pala, para no lastimar).
Y sacan, como si fuese un tesoro, el ansiado panal. Parece un cofrecito. No quieren espantar a las abejas. Algunas aparecen prendidas al panal.
El tesoro uno se lo pasa al otro, con infinito cuidado. Es muy valioso. Es un alimento especial. Están extenuados y felices. Lo llevarán a la casa. Pero antes cumplen con la tradición: parten al medio el panal. Y devuelven una mitad al fondo del pozo “para que el enjambre pueda seguir trabajando.”
Quererlo todo de inmediato, y llevárselo, es lo habitual, es lo que hacemos nosotros, los autodenominados “civilizados”. Pero ellos, los tobas, no proceden con codicia. Ellos, los tobas confían en que habrá más, la próxima vez. Y dejan esa mitad para que las abejas puedan seguir viviendo y trabajando.”
Ana Larravide concluye: “Cualquier similitud con la idea de que, sino por tradición y nobleza, al menos por conveniencia conviene devolverle la mitad a la tierra y a quienes la trabajan es pura coincidencia.”
Este texto luminoso subraya: “Y devuelven una mitad al fondo del pozo ‘para que el enjambre pueda seguir trabajando.’”
Qué sabios los tobas: se sobreponen a sus urgentes necesidades y devuelven una mitad al hondo pozo. Para que la vida del generoso enjambre continúe. Y la nuestra también.
La comparación nos cae en la mollera: qué diferente esto de los tobas de lo que perpetran los “civilizados” sojeros, al compás de los altos señores de la Sociedad Rural. Estos incendian, arrasan bosques para darle tierra virgen a la soja; después dirán que consiguieron otra cosecha record de “soja fresca”. El doctor Raúl Montenegro (biólogo argentino, premio nobel alternativo) nos recuerda que, para defender esa soja devastadora, hace unos años los prepotentes tractores hasta cortaban las rutas del país.
Así estamos, a merced de esa patria sojera tan insaciable, tan alevosa, tan impune cabalgando en su opulencia. Los Monsanto a su manera gobiernan, nos agarran de las pestañas y de los güevos y de las güevas. Montenegro recuerda: “Para fabricar 2,5 centímetros de suelo en ambientes templados hacen falta de 700 a 1200 años”. Esos 2.5 centímetros que nos costaron una punta de siglos, la maldita bendita soja los envenena y los extenúa, les extrae el agua antes de que el gallo cante tres veces.
A esto sumémosle que ciertas “dosis de glifosato, endosulfán, 2,4 D y otros plaguicidas alteran el sistema hormonal de niños, adolescentes y adultos.”
Se están violando, afirma Montenegro, “los derechos de generaciones de argentinos que todavía no nacieron”.
Es evidente: estamos sumergidos en la ignorancia, en la impunidad y en la feroz indiferencia activa. Nos referimos al suicidio de esa porción de planeta que es nuestra napa patria. Esta sí que es una cuestión de Estado, una cuestión de todos. En asuntos como el de la maldita bendita soja se demuestra que hay que aprender que se gobierna tanto desde el gobierno como desde la oposición. Para ponerle los cascabeles al gato, a los dioses del endosulfán, no queda otra que la juntación de los bien paridos del gobierno y de la oposición.
Se trata de juntar conciencias para frenar esa demencia sojera que sigue confundiendo una patria grande con una patria grandota. Estamos en cuenta regresiva. Evitemos los abortos posteriores, afuera del vientre, que cada día consuman los agroquímicos, con su atroz lluvia de plaguicidas.
Posdata
A propósito de la legalización del aborto, ¿cómo carajo se puede afirmar que la “vida es sagrada” si todo el tiempo se está atentando contra la matriz de la vida misma? A los civilizados, histéricos y paranoicos, no les queda otra que aprender de los tobas cuando parten al medio el panal, y le devuelven una mitad al fondo del pozo ‘para que el enjambre pueda seguir trabajando.’
Aprendamos de ellos. Esos “pobres infelices”, los tobas, nos están enseñando a preservar la Vida. A merecerla. Ellos ayudan a que la Rueda ruede. Y la Rueda rueda. Por ahora. Siempre y cuando dejemos de suicidarnos.
Damas y caballeros, digámoslo en voz alta: el famoso coronavirus no es una casualidad. Estamos haciendo las cosas mal. Estamos (des)haciendo. Por ejemplo, por estos días hay demasiados seres derechos y humanos que, (in)solidarios, queman barbijos y, retorciéndose de odio, haciéndose gárgaras con la propia hiel, apuestan para que la vacuna salvadora se demore y fracase.
En fin.
* zbraceli@gmail.com === www.rodolfobraceli.com.ar
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(((La versión original de esta columna se publicó en el diario JORNADAONLINE, de Mendoza)))
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