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Caminando por el Once: entre la memoria de Cromañón y las fronteras urbanas

Hace unos días paseaba por Once buscando alguna que otra chuchería en las jugueterías y bazares de las calles Paso, Castelli y algunas de sus laterales. Otro día, en un equívoco viaje en subterráneo, bajé en Plaza Miserere de la línea A para caminar hacia la esquina de Rivadavia, donde muere la avenida Pueyrredón y nace la avenida Jujuy. Allí recordé, gracias a un cartel debajo de su marquesina, que en el edificio que hoy alberga una pizzería existió el famoso boliche “La Perla”, cuna de muchos cantautores y leyendas del rock nacional. Se dice que en ese lugar, además de Spinetta, Javier Martínez y Lito Nebbia, el mítico Tanguito compuso “La Balsa”, la canción fundante del rock argentino. En ese caminar, también apareció el recuerdo de Cromañón, a pocas cuadras. Yo había ido durante 2004 a ver bandas de rock barrial y a Intoxicados y Skay Beilinson. Aunque solo fui tres veces, fue el local de recitales que más frecuenté: recuerdo el ingreso laberíntico y las columnas que había que esquivar, y, grabadas en mi memoria, las dos escaleras de doble entrada que flanqueaban el escenario.

Sábato (2013) señala que la música, y en particular el tango, tiene la capacidad de sintetizar el pasado y el presente, rescatando los rasgos de lo que alguna vez fue la ciudad y lo que permanece en la actualidad. Así como los tangos a menudo hablan de una partida y un regreso, transformando a los personajes pero conservando sus roles, lo mismo ocurre con los lugares de Buenos Aires. Casi dos décadas después, la zona de Plaza Once sigue prácticamente inalterada: permanecen los mismos vendedores ambulantes, el local de cumbia y las condiciones de vulnerabilidad de muchos de sus habitantes. Lo que sí ha cambiado son los productos que se venden: lo que antes eran pañuelos y estampitas religiosas, hoy son golosinas y accesorios para celulares. Los ecos del pasado aún se sienten, como si el pavimento guardara historias que se niegan a desaparecer. Esos rastros del pasado, como los bancos ondulados en la plaza o los edificios que cambiaron de función pero no de fachada, siguen presentes, y en cada esquina se percibe un vínculo entre épocas.
Si el tango nos devuelve a un tiempo perdido, caminar por las mismas calles provoca un efecto similar, recuperando lugares simbólicamente significativos. Parafraseando a De Certeau (2000), caminar es en la ciudad lo que la enunciación al lenguaje: el transeúnte se apropia de ella como el locutor del idioma. Los lugares nos trasladan, con sus referencias, desde el presente al pasado sin solución de continuidad.
En el barrio de Once, esta experiencia se conecta con la Buenos Aires dual que Borges describe en El Sur: la que aparece cuando se atraviesa la avenida Rivadavia desde el norte hacia un “mundo más antiguo y más firme”. En un arrebato mecanicista de las divisiones urbanas, la avenida traza límites entre el norte rico y el sur pobre, entre lo moderno y lo consagrado, creando una frontera vial que abraza la ciudad en una suerte de identidad total. Andar por esas calles es un regreso a Cromañón, un rapto imaginario de La Perla, y una reflexión sobre cómo se vinculan estos lugares con otros: la avenida Rivadavia y la división simbólica que representa para quienes la cruzan.
Según Bourdieu (2002), los lugares retraducen relaciones sociales, o más bien, las posiciones que ocupamos dentro del espacio social, donde habitamos bajo jerarquías y relaciones de poder que el espacio físico simboliza. Al transitar por Buenos Aires, los lugares nos indican dónde estamos, adónde podemos ir y bajo qué condiciones. El espacio urbano, como un tipo particular de lugar, nos recibe y nos abraza, pero también puede expulsarnos o repelernos. En el mejor de los casos, nos invita a reflexionar si estamos en el lugar correcto y por cuánto tiempo podremos permanecer allí. Estas tensiones saltan a la luz cuando deambulamos por la ciudad y reconocemos sus diferencias, es decir, cuando nos alejamos de los sitios que recorremos habitualmente. Al caminar tenemos la posibilidad de cruzar fronteras, llevando a su vez las marcas de los lugares que alguna vez transitamos, de lo que alguna vez fuimos y, quizás, todavía somos.
En la avenida Rivadavia, la división entre el norte y el sur de Buenos Aires es una línea que atraviesa el espacio urbano dividiéndolo en dos: uno más abierto al libre mercado y al capitalismo, y otro más arraigado en las formas tradicionales, en una ciudad más barrial y con reminiscencias coloniales. Once es ese límite, un lugar que alberga lo más dinámico del comercio, con productos y servicios que reflejan las tendencias de consumo más actuales, junto con lo más marginal y perdurable de los barrios más allá de la avenida, al sur. Es en este límite donde se puede sentir la tensión entre el pasado y el presente, entre lo tradicional y lo moderno.
La ubicación de La Perla —lugar al que los jóvenes solían arribar luego de ir a La Cueva, otro boliche emblema en los albores del rock nacional ubicado más al norte— y de República de Cromañón nos interpela en el simbolismo de la línea de frontera, reforzando la división entre diferentes realidades dentro de Buenos Aires. Allí vemos la transición entre lo impulsivo y subterráneo (underground), aún informal, y lo consolidado en el mainstream, que brilla más al norte, en horizontes económicos más prometedores pero también más vigilados y normados. Estos lugares simbolizan la creatividad nacida en los márgenes, donde las fronteras urbanas ofrecen un terreno fértil para la experimentación artística, pero también invitan a repensar su relación con lo formalmente establecido.
En La Perla, cuna del rock argentino, su clandestinidad y fragilidad ofrecieron el caldo de cultivo para las letras de Manal y la poesía desesperada de Tanguito. Sin embargo, esa libertad chocó a posteriori con las tensiones comerciales de la industria musical, disolviendo buena parte de su esencia subterránea. Y en el caso de Cromañón, la masificación del público y la cultura del “aguante” lo transformaron en un refugio para bandas, pero también en un lugar peligroso, donde la informalidad y la falta de controles se unieron con la corrupción organizada, precipitando su trágico final.
Estos lugares, marcados por la historia de la ciudad, siguen siendo testimonios de la relación entre el arte como un acto de resistencia nacido en los márgenes y, al mismo tiempo, como un objeto que busca su lugar en el mercado. En ellos, se percibe la frágil tensión entre el pulso creativo, innovador, y las restricciones de un establishment que ajusta sus propios límites, diluyéndolo y a veces destruyéndolo.

Víctor Damián Medina
Sociólogo y doctor en Ciencias Sociales
CIHaM/FADU (UBA)

Bibliografía:
Bourdieu, Pierre (2002) Efecto de lugar. En La miseria del mundo. México, FCE.
Certeau, Michel (2000) Andares de la ciudad. En La invención de lo cotidiano I. México, ITESO.
Sábato, J. (2013). Prólogo. En Mario Sabugo. En Del barrio al centro. Buenos Aires, Café de las ciudades.